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Cóctel de gambas. J.A.L.

Grandes recetas de la cocina burguesa o los diez platos viejunos más olvidados

Un viaje culinario en la máquina del tiempo saboreando cóctel de gambas, solomillo Wellington y otras reliquias

Jorge Alacid

Valencia

Jueves, 24 de marzo 2022, 21:07

En la presente evolución gastronómica, se ha hecho frecuente que cuando un comensal tome asiento un miembro del equipo de sala le tenga casi que traducir la carta: es la consecuencia de tantos nuevos conceptos que colonizan la oferta culinaria, vertidos en muchas ocasiones desde ... algún idioma extranjero, lo cual incluye visitas no poco esporádicas hacia el Extremo Oriente. Tan frecuente es esta tendencia como su hermana: llega al fin el plato a la mesa y quien lo sirve debe explicar exactamente en qué consiste en ese bocado. Hay veces en que hasta tiene que enseñar cómo se come correctamente: cosas de la globalización. Será por lo tanto también muy habitual que algunos integrantes del ala senior de la clientela añoren otros tiempos: los tiempos en que sabía exactamente qué pedir y qué le iba a ser servido. Los tiempos de la cocina viejuna.

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De ese pasado casi remoto rescatamos para este reportaje una serie de platos en desuso, antaño entronizados en las cocinas de media España, así en el hogar familiar como entre la hostelería patria. Nuestros colaboradores Antonio Llorens y Santi Hernández hacen de sherpas: gracias a su sabiduría recuperamos aquí aquellas cumbres de la cocina burguesa española, referencias que han desaparecido. Platos que si mañana surgieran ante nuestros asombrados ojos dispararían la melancolía. Bocados que, de ofrecerse a la parroquia más joven, generarían entre ella el mismo gesto de sorpresa con que sus mayores atacan hoy una ración de pan bao.

Veamos de qué diez bocados hablamos.

Cóctel de gambas

Dícese del plato estrella para atacar el aperitivo en cualquier banquete de postín allá en los años 80. Se trata de una creación que encubría en una generosa ración de mayonesa o salsa rosa un manojo del apreciado marisco, fruto del mar de tarifa contenida que permitía a quienes servían y a quienes devoraban ese bocado darse cierto pisto. El cóctel llevaba adosada una ventaja adicional: que si el grado de frescura del ingrediente principal no era el pertinente, la salsa enmascaraba el conjunto y daba liebre por gamba. Su destino fue el desván de la historia, previo paso por más de una pechera donde se derramaba la mayonesa.

Cóctel de champán

Su pariente del sector líquido: un cóctel de champán engatusaba a los invitados de todo banquete mediante el astuto uso de la palabra fetiche (champán), allá penas si luego ese néctar fuera en realidad un cava de tercera división. Cumplía por lo tanto el mismo propósito que el otro cóctel arriba citado: dar liebre por champán. La ingesta de unas cuantas dosis en aquellas copitas hoy también desaparecidas aseguraba una feliz predisposición a darse pote. El pote que garantiza la otra palabra fetiche: cóctel. Cosa de ricachones, consistente según la wikipedia en la siguiente mezcla: azúcar, amargo de angostura, champán, brandy y una cereza marrasquino como guarnición. La cereza marrasquino opta por cierto al premio a ingrediente viejuno del siglo.

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Gallina en pepitoria

Hubo un tiempo en que nos comíamos a la madre del pollo: las gallinas fueron un apreciado manjar de la postguerra, cuyo imperio se extendió hasta unas cuantas décadas después. Y el guiso común, la olla donde se cocinaba ese plato por otro lado exquisito y tan olvidado como el aceite de ricino y la achicoria, obligaba a su preparación mediante el método llamado pepitoria, a saber: la carne de aquellas gallinas del postfranquismo se enriquecían con un sucinto condimento basado en yema de huevo duro y almendras molidas, que activaban los jugos propios de la carne y aseguraban una salsa que ya estaba pidiendo pan para ese objetivo tan español: chuparse los dedos.

Patatas a la importancia.

Modesto tubérculo presente en nuestra dieta desde Colón a esta parte, la patata se asocia en nuestro imaginario con la humildad gastronómica, porque su adquisición no exige grandes derramas, su consumo está más o menos garantizado todo el año y permite distintas preparaciones a cual más sabrosa. Hasta frita tiene gracia, la puñetera. Pero en tierras de interior y altitudes elevadas, la patata merece un tratamiento propio para que cumpla con la misión de fortalecer los estómagos más aguerridos: nace así el plato llamado graciosamente patatas a la importancia, receta que gracias a un ingenioso rebozado y posterior estofado sirve al mandato bíblico de dar de comer al hambriento hasta saciarlo. Hay quien les llama patatas a lo pobre, como es propio en tantos platos para menesterosos: de nuevo, la larga postguerra española surge en nuestro recetario y sus preparaciones para aquella generación de nuestros abuelos. Los que casi se mueren de hambre.

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Huevos rellenos

Plato estrella en la España del desarrollismo que ha ido retirándose de los hogares, los bares (donde alcanzó fama como tapa en locales postineros) y restaurantes, sobre todo los que impusieron allá en la Transición la moda del aperitivo. Para ese fin del bocado rápido pero sabroso una anónima mano muy ingeniosa perpetró este manjar, cuya preparación no exige que saquemos de nosotros el Arguiñano que tal vez tampoco llevamos dentro. Tiene de hecho un aire de comida de día grande en piso de estudiante, a saber: son unos tristes huevos duros, aliñados con diferentes ingredientes una vez extraída la yema. Por ejemplo, con trozos de pescado, algún encurtido, tomate... Admite como se ve muchas mezclas aunque la cumbre de la receta se alcanza cuando se añade otro hito de la cocina camp: huevo hilado como aderezo. O la supercocina de los 70...

Consomé de ave (con Jerez)

El consomé era una inexcusable presencia así en el hogar familiar como en toda casa de comidas, que alguna despachaba de saque, sin necesidad siquiera de pedirla. Quiere decirse que en aquellas cocinas, como le ocurre a la mamá de Rigoberta Bandini, siempre había caldo en la nevera. Con un golpe de Jerez resultaba un trago reconfortante, sobre todo cuando arreciaba el frío: en aquella época los inviernos duraban y atemorizaban más. El de ave era considerado el mollar, en dura competencia con el de jamón, el cual observaba una severa dificultad para prepararlo: que no había. Apenas había jamón y por lo tanto tropezar con su sabor en aquellas tazas donde se servía el consomé equivalía a mejorar nuestra impresión de la casa donde lo ofrecían. De aquella costumbre de aromatizar con los huesos del pobre cerdo el caldo familiar nació un oficio más extinguido que el propio consomé: el de sustanciero, esto es, un personaje que iba de casa en casa con un escuálido hueso de jamón y cobraba cada zambullida en el menú de aquellos hogares de la España en blanco y negro. A tanto el trago.

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Solomillo Wellington

Ah, el solomillo Wellington o de cómo un jugoso trozo de la mejor carne del mejor vacuno puede adoptar la forma de un hojaldre y un apellido inglés si se mezcla con la falta de historia culinaria características de las islas donde nació el noble así bautizado. Triunfó entre los británicos y saltó al continente como prueba de honor de los restaurantes de más elevado pedigrí: en algunas escuelas de cocina se utilizaba como prueba fetén de que los alumnos merecían el sobresaliente si su preparación estaba a la altura de las expectativas que suscitaba. Se trata de un lomo de buey, recubierto con paté, envuelto luego en lonchas de jamón y hojaldre, y horneado, procurando que no se humedezca. Servido en rodajas, acompañadas de otras viandas, entre los isleños hijos de Shakespeare era norma agregarle un golpe de curry o de cualquier otra especia de las que tan bien nutridas estaban las despensas del país y de sus casas de comida. Personalmente, como diría Pedro Sánchez, donde esté un buen chuletón... Y que el ministro Garzón me perdone...

Potaje de vigilia

Llega la Semana Santa y en los hogares españoles toca exprimir el ingenio para cumplir con los ritos de la Iglesia de Roma. ¿Cómo disponer una mesa rica en alimentos de toda índole sin acabar inclinando la rodilla en el confesionario? Veamos: tomemos un puñado de garbanzos y luego de hundirlos en un perol los acompañaremos de espinacas y bacalao. Con todos ustedes, el potaje de vigilia, que no atenta contra ningún precepto bíblico y asegura grandes festines en la mesa. El bacalao garantiza el aporte proteico necesario y un sofrito ulterior que baña el condumio asegura que incluso en Semana Santa se puede pecar de gula sin que se note mucho.

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Sopa de menudillo

Ah, el mundo sopero, tan agradecido. Castellana, de pescado, de marisco, de ajo... Todo un universo en extinción, como ocurre con esta rama de ese jugoso árbol culinario: esa sopa que en Valencia se llama sopa cubierta y se solía hacer antiguamente en los banquetes de boda, el día de Navidad y los días de frío. Los menudillos, el huevo duro (de nuevo), la miga de pan... Hay sopas que se tienen que tomar casi con cuchillo y tenedor y este podría ser el caso: calienta la tripa y alivia los rigores del invierno. Sospecho que su preparación es sencilla porque pobló los menús de los cuartales españoles durante la extinta mili, donde (créanme) nunca cocinó Ferrán Adrià.

Y de postre, chantilli

El huevo, siempre el huevo. Hasta en el recetario dulce de la España más rancia aparecía el huevo. En forma de tortilla para golosos, también llamada chantilly: un delicioso bocado alumbrado en la ciudad francesa homónima, donde algún ingenioso repostero ideó una mezcla muy presente en aquellos fogones a la hora del postre. Utilizado en la pastelería de entonces para la decoración de otras preparaciones, como la copa de helado, su aparición era sinónimo de toque sofisticado. Mr. Google me informa que debemos tal hallazgo a un caballero llamado Monsieur Vatel: no tengo el gusto pero le doy las gracias retrospectivas en nombre de tantas damas y caballeros cuyos años de gloria ya pasaron y que consumieron atacando su creación así en la carta de dulces como remate del café vienés, otra reliquia que me sirve para despedirme como se debe. Porque después del postre, siempre viene el café.

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