Mister Cooking
Jueves, 28 de julio 2022, 01:07
Bosque lluvioso, le llama. Helado de trompeta negra con miel de pino, tierra de trompetas negras y pino. Hojas crujientes de cacao y polvo de pino. Y destilado de tierra. Y tú y yo caminando juntos por este mar de letras. Injustas, porque es imposible contar lo vivido. Y eso que hace un mes y algo que rondo pensando, intentando, escribirlo. Al final, sólo tengo claro que ha llovido. Que sobre un plato del celler ha llovido.
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La vivencia en casa de los Roca es tan íntima que desvestirla en público, desnudarse para contarla, ruboriza. Me ruboriza. Igual por ser excesivamente intensa. Y personal. Pero es lo que pasa en el celler. Todo allí es sencillamente intenso. Y sí, personal. Diría, además, que hiperbólico hasta parecer imposible. Inalcanzable. Extraordinario, pero al tiempo tan aparentemente cercano. Denso, pero sutil al mismo tiempo. Balsámico.
Por todo ello, la experiencia de sentarse ante una mesa de Can Roca hay que contarla de forma apasionada. Sin estribos. Quizá hasta llegar a idealizar la vivencia y acabar diciendo que en las pequeñas cosas de la casa de los tres hermanos está en realidad su magia: en las flores blancas que iluminan su entrada, en la lluvia fina de emociones que va calando plato a plato, copa a copa, verso a verso. Como si más que degustar platos, devoraras poesías; como si más que saborear un escabeche de coliflor y anisado, estuvieras a lomos de una fábula trinchada por magos bajo la piel de un cocinero o alquimistas bajo la americana de un camarero. «Flor de caléndula en tempura», te dirá uno de ellos. Y verás como, sobre ti, comienzan a llover las emociones.
La lluvia va calando en tu interior a lo largo de toda la experiencia. Como cala cada paso de la historia de esta casa que te recibe con tres piedras sobre la mesa. Esa historia que flota entre manteles y los arboles acristalados del jardín. La historia de un bar de carretera que abrió Josep, el chófer de la línea entre San Esteve y Girona y su esposa, la Montserrat. Montserrat Fontané. La historia y los recuerdos de esa mujer que cocinaba sopa de hierbabuena a sus hijos cuando el cuerpo se ponía mal, que levantó un bar a golpes de platos caseros y esfuerzos desmesurados. De valores y de retos.
El alma de los padres de los Roca; el alma de la iaia Angeleta; de los hijos que vinieron, de los nietos que tomaron el relevo… De los que harán más grande el proyecto. Lo harán. El alma de lo vivido durante más de medio siglo -55 años y los que vendrán- en el seno de una familia normal que cree en una vida con principios, atada al territorio, mirando a sus raíces, celebrando el futuro y creyendo en la gente. Una familia pochada en humanidad.
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Una familia y un restaurante que es mucho más que un 'tres estrellas' con tres hermanos y que un elogiado lugar donde se celebra la cocina y la bodega es un estallido de gozos. Un lugar donde llueve a hora de los postres. En los postres y en cada instante. Llueve emoción. Y eres feliz. Como si alguien invisible se sentara a tu lado y te susurrara poemas al oído. Quizá Margarit (Joan): «res del que som no ha canviat: sempre és tornar al principi de la Ilíada».
En el interior de Can Roca llueve. Y la lluvia es pacífica pero intensa. Una riada de sensaciones que te empuja hacia un acantilado que asoma a un océano de emoción descontrolada. Envalentonada. Tanto que te engulle, te envuelve, te despoja de todo lo superficial y te acaba dejando desnudo de todo aquello que no sea esencial. Lo que Juan Gelman escribía en su poemario 'Otromundo': «Hoy llueve mucho, mucho, mucho, / y pareciera que están lavando el mundo».
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En Can Roca llueven mucho, mucho, mucho.... y parece que estén homenajeando el mundo: un brioche de perrechicos, una magdalena de pollo a l'ast, unos guisantes que son lágrimas, una gamba marinada con vinagre de arroz que tiene sus patas crujientes y duerme protegida por una velouté de algas marinas. «Lo vamos a acompañar con un destilado de la propia gamba», te explican. Tú observas. Quizá meditas. Respiras.
Te dejas llevar. Te llevan. Ayuda Pitu Roca. En el celler, el vino de la bodega de Josep es un brebaje bendecido que desata los nudos del alma. Hacen incontrolables las palabras y te empujan hacia tu otro yo. A exclamar. A apasionarte. A vivir. Él es un camarero que acabó, como el genio de Aladino, atrapado en una botella de la que sale para conceder placer a sus comensales. Su bodega te empuja a caminar por el fino alambre del gozo absoluto, mientras a tus pies un mundo diferente, el otro mundo –como el de Gelman-, emerge sobre tu mesa: una olivada imposible donde, bajo el olivar, canta la piparra; una fideuà traslúcida, donde chapotean los pulpitos; una ostra flotando en un mar verde que es melón y es pepino, es apio y es manzana; y un bombón hechizado con el sublime turrón de foie, la avellana y el cacao que te hace soltar quizá tu primera lágrima de las muchas que llegarán. «Nadie en este mundo debería estar privado de poder disfrutar todo esto», piensas, entre el remordimiento por ser tan afortunado y el gozo egoísta de estar allí sentado. La fina lluvia sigue calando.
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En el momento en el Joan Roca comparte sus clásicos contigo, y con ellos la historia de su familia, tú estás recordando los tuyos. Tus clásicos y tu gente. Tus canelones, tu sopa de hierbabuena, tu terruño, tu paisaje… El paisaje del celler sólo te abre los ojos para decirte: «tú también tienes el tuyo; gózalo como nosotros gozamos el nuestro».
Joan te pone ante el espejo. Ante un paisaje en el que convive una brandada de raya, la historia de un rodaballo en tres capítulos, la cigala con artemisa y mantequilla tostada, la aventura de un cabracho con una holandesa de cítricos… Todo es singular hasta lo increíble. Hasta la mirada de Martí que te sirve un escabeche de berberecho y, en él, la flor de la capuchina. Tú le escuchas cuando te cuenta lo que te sirve. Y piensas que es una fábula imposible. «Y aquella noche fue para los dos hermanos y las dos hermanas la continuación de las mil y una noches por la alegría, la felicidad y la pureza» (Las mil y una noche). ¿Te hablé ya de la magia de una acelga en manos de los Roca? Maravilla, como el libro de Lewis Carroll.
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La aleta del rodaballo, la molleja del cordero lechal, el corazón de la alcachofa… ¡qué más dan los platos si lo importante es cada una de las personas que lo han hecho posible, que han creado el instante, que han construido la magia, que han colaborado cortando las ramas de hierba fresca que acompaña al pithivier de pularda! Quien importa es Enrique (Moreno) que estuvo allí hace un tiempo y ahora sigue en Normal (el nuevo local de los Roca en Girona): joven y entusiasta profesional de la sala que ha crecido en esa casa en lo laboral y en lo personal, haciendo de su trabajo el ejercicio más bello de entrega a los demás. Quien importa es Alex (Nolla), que pasó por allí, mimó los vinos y su relato, y luego creció; pero sigue en la memoria de quien conoció y disfrutó de su trato. Quien importa es quien hace que el instante sea mágico, como Cyril (Vermuelen), que llena de matices y sentido cada botella que descorcha, y conecta contigo, y con tu paladar, con tu vuelo… Importa Martín y su bicicleta, Melcior y su generosidad. Importa la gente que hace llover en el celler. Quien plancha los manteles cuando la gente ya se ha ido de la sala; quien te sirve el último destilado de Pitu con la sonrisa de quien sabe que te está ofreciendo un tesoro arrebatado a Baco. Me importa, como al poeta, el aire, la roca, el péndulo… «El aire, la roca, el péndulo, la /claridad de la noche / dan noticias del mundo que /nadie sabe leer…», (otra vez, Gelman).
El mundo de los Roca es complejo, también para saber leerlo. Porque, pese a que es trasparente y clarividente, se hace en muchos instantes fantásticamente inexplicable. Pasa hasta convertirse en un relato inimaginable cuando Jordi Roca entra en escena y pone patas arriba el relato. Doble salto mortal y aplausos. Pasa cuando él te coge y te lleva de paseo por su mundo y descubres que su mundo está repleto de abracadabras y gritas: «¡ábrete Sésamo!»
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Jordi, el menor, el genio, la chispa, la ruptura, el trazo y el estallido, la poesía y la delicadeza, la belleza y el suspiro, el detalle y el relato. La fruta, el pétalo, el aroma dulce, la crema que cruje. El musgo, el campo, la travesía… La vida llena de guindas. Él es el que hace posible que llueva sobre un plato. Y te zarandea con él para dejarte claro que vas a salir de su casa empapado. Empapado de emoción. Un postre entre lo sideral y los abstracto, la vanguardia y el clásico daliniano. Un postre que sabe a poema y a bosque, igual que la nube de Marina sabía a vida y a mandarina.
Nadie como Jordi es capaz de romper las dimensiones adormecidas de la gastronomía. «Lo de tu hermano me recuerda a un poema de Joan Brossa que se ha escapado hasta un plato», le dije excitado a Joan y Josep cuando me despedí del santuario. Quizá pensaron que había copeteado demasiado. O disfrutado en exceso. Quizá Brossa sabía ya que Jordi iba a existir y creó poemas pensando en que él los iba a construir. Fungibles, delicados, para ser devorados. Como el fuego devora las fallas.
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«En el café de la juventud perdida», escribió Patrick Modiano: «A veces, nos acordamos de algunos episodios de nuestra vida y necesitamos pruebas para tener la completa seguridad de que no lo hemos soñado». A mí me pasa eso cada vez que vuelvo al santuario de Can Sunyer. Can Sunyer 48. A veces lloro. A veces sueño. A veces, sencillamente, veo llover. Y todo queda inundado de nostalgias.
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