La nube de los Roca

Vengo a subirte a una nube. Una nube que es un paisaje dibujado en el interior del universo de un plato. Una nube, casi naif, con apariencia inocente y sutil que, cuando Josep Roca te relata la historia que emana de ella, a base de silencios y palabras que atraviesan el alma, la mesa enmudece y el mantel se convierte en escarcha. Cuando Pitu te cuenta la nube, estalla la sensibilidad de Jordi e imaginas y sientes como tuyas las lágrimas de Joan. Y tú te empequeñeces, te conviertes en una hormiga entre rocas. Los Roca.

Jesús Trelis

Valencia

Jueves, 27 de mayo 2021

Una hormiga blanca paseando por los vericuetos de ese cielo condensado en una Nube Marina. Una nube blanca como la leche helada pero cálida como una mandarina, dulce como la mirada de una niña -sus niñas-; llena de vida, de amaneceres y esperanzas, de los colores del sol cuando se despereza cada mañana. Una nube de sabores que danzan por tu paladar entre cremosos y chispeantes, sedosos y familiares. Como si los días dentro de ese plato convertido en universo fueran una eterna madrugada en la que todo es terciopelo. Una pluma que se desliza suave por la parte melancólica de tu memoria.

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Una nube que, cuando la besas con sutiles bocados, rueda por tu interior abrazando tu respiración y convirtiéndola en suspiros; una nube que empaña el iris de tus ojos con un destilado de emoción y que se asienta en tu estómago como si tu interior fuera un campo de naranjos en flor por el que correteas como un niño que vuela por encima de los límites de la imaginación. La nube y un sol de mandarinas que huele a renacer. La nube que Jordi creó para la hija de Joan y que Pitu canta al borde de la mesa como quien recita el poema de amor más hermoso de mundo. Esto es lo que se vive en El Celler. El Celler de Can Roca, un día de primavera y verdades.

Quiero contártelo de manera sencilla y clara, pero sé que no podré. Quizá me dé por satisfecho si encuentras, entre este amasijo de palabras circenses y rocambolescas, una pizca de la mucha emoción que hay detrás de la vivencia que vengo a relatar. Una pizca vale, porque es tanta que poco será mucho. En realidad, me gustaría que esta historia que ahora comienza fuera un simple haiku –«Pareciera que el sapo / va expeler/ una nube» (Kobayashi Issa)- que da vida a otros cientos y, a su vez, a otros miles más hasta terminar generando un cielo de pensamientos y reflexiones, poemas infinitos, que emanan de un día al borde de una mesa, en una casa y con una familia que, con la cocina como excusa, se dedican en realidad a hacer que este mundo sea mejor.

Dije haikus, pero lo que cocinan y sirven a sus comensales los Roca quizá son fábulas comestibles. Valores sobre el mantel, donde todo parece tener moraleja. Es sensibilidad en crudo: kilogramos de generosidad, esfuerzo y verdad, y una pizca de genialidad, que es un don heredado de la casa. El legado de primera mano de sus padres, que siempre están y estarán presentes. Por eso, el Menú 2021 comienza desplegando la historia del Celler. Una veintena de pequeños bocados que esconden, cada uno, un relato inmenso que comenzó a escribirse en un bar de carretera donde Montse y José sembraron la semilla de una andanza que, más allá de ser una conquista continuada de las cimas más elevadas, es una lección de vida.

Los micro canelones de pularda de mamá dejarán caer sobre ti la losa de la emoción. Y lo mismo harán el lenguado a la brasa meunière, y su taco de habitas y butifarra, y su versión del bocata de calamares, y un excitante merengue de sauco que en boca es trepidante… El increíble salto mortal lo da su ostra con destilado de tierra; el zarandeo, su gamba heroica (con su cabeza líquida) que te arrasa el paladar haciendo estallar en él todas las esencias del mar. Entre los invitados de gala a esta fiesta de las esencias: la caballa y los crustáceos con caviar o los pulpitos que bucean entre el aroma a pimentón. Los piñones juguetean entre sí en una batalla de cocciones y texturas que te llevan a la copa de un pino para que grites: ¡Dioses! Y un olivar con mil tipos de variedades de aceitunas desatarán en tu boca unos estallidos de sabor forjados a base de técnica y sensibilidad, de mimo y de dedicación, que te animan a taconear. Es una locura y la demostración de que eso que estás viviendo no es una visita a un restaurante de tres estrellas Michelin sin más; es un viaje a un lugar mágico que contiene en su interior una trepidante fábrica de ilusiones desbordadas. No es cocina, sino alquimia. No son platos, sino hechizos. No es un bombón de foie, avellanas y cacao, sino un calambrazo goloso de felicidad.

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En la nube de los Roca encontré una ensalada a base de jugo de trigo verde, tirabeque y manzana, con almendra encurtida y helado de ajo blanco. Texturas divertidas y temperaturas oscilantes, con mensajes concatenados que te vienen a decir, lo que el poeta del 'Jardín nublado' escribe en 'Continuidad de las rosas': «Donde viste la luz, sigue la luz,/ y allí donde los cuerpos estuvieron/ siguen las olas mojando las arenas» (Francisco Brines). Hay oro verde encapsulado en delicados guisantes con tuétano, níspero y café. Hay bosquecillos que emanan de la tierra y el mar, donde lo imposible es tan real que te hacen soñar con duendes masticables, hadas sabrosas y placeres grandiosos convertidos en miniaturas... Arte y magia en una pequeña isla que esconde historias mínimas. Como un haiku. Un haiku metido en una nube.

Juegos de remolacha multicolor –grana, casi azul; amarillo, casi dorado- ; una cigala vestidas de gala, como si se fuera la diva de una ópera que aún está por escribir; el rodaballo que baila un minué por un plato –o plató- en tres actos: danzando la aleta con las brasas, convertido en un delicado tartar con naranja y oliva negra o confitado con un lejano regusto a ajo… Un gran espectáculo que te hace olvidar que el mundo sigue rodando fuera de esa urna de cristal. Te hace olvidar que eres un simple paseante al que la fortuna le ha permitido colarse en esa casa donde la excelencia es lo habitual y la genialidad, extrema.

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Una colmenilla que se come al pollo rustido, el pato que llena de glamour el instante cárnico -impresionante su cocción y su toque ahumado - y una Pithivier de pularda con trufa y salsa de hierbas frescas que hace salir rodando las lágrimas por los mofletes sonrojados de sentirse tan afortunados. Y mientras todo eso pasaba, los versos líquidos de Pitu Roca fluían entre un sinfín de globos de cristal que se llenaban de historias vinícolas, paisajes y leyendas forjadas en viñas. De Mosel a Sancerrer, de Bourgogne a Meursault, de Sicilia a las Rías Baixas… Flores y minerales, melocotones y manzanas asadas, regaliz y espumas ácidas. Un Dönnhoff Oberhauser Brücke Eiswein 2009 VDP Nahe para recibir a la nube que iba a convertir aquello en un vendaval de emoción.

La nube que rompió la mesa apareció abriendo la puerta a la sinfonía sensible de Jordi Roca. Nadie ha transmitido tanto jamás. Porque quizá nadie es capaz de hacerte sentir como él sentimientos en un plato. La tierra, su ciudad, el sabor de las flores, el regusto de un libro viejo, las galletas de mamá, aquella tarta al whisky, aquel amanecer en una cápsula metido…Una esfera blanca que era espuma; un paseo por una senda de chocolate blanco de la que brotaban fresitas y suspiros de remolacha con sabor a tierra; una haba de cacao invadiendo tu boca mientras ante tus ojos se esfumaba aire brillante y efímero. Como una nube. La nube. Eso y mucho más es capaz de traerte el loco pastelero del Celler. Loco genio de chocolate y helado, de escarchas y jaleas, de cremas y crujientes, de cornetes y destilados, de sueños domesticados y convertidos en homenajes a un estado de ánimo. El creador de nubes. De la nube.

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Eso es el Celler. Una nube. Un universo familiar lleno de humanidad, de generosidad, de valores, de existencia. Un firmamento en el que cuando los grises se empeñan en tomarlo todo, ellos te pintan de optimismo el horizonte. Un lugar donde cada miembro de la familia, cada persona que forma parte de ese equipo -que ha pasado en algún momento o que está o irá- es vital para entender por qué lo último que importa en la casa de los Roca es su sublime gastronomía -la sólida y la líquida, la golosa y la extrema-. Lo realmente importante es que si vas te harán feliz. Pero no feliz sin más; sino extremadamente feliz. Te sentirás, sencillamente, bien y orgulloso de existir. Y al cerrar los ojos, volarás hasta una nube llena de luz.

Historias con delantal: Ocho horas en el corazón del Celler de Can Roca

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