Almudena Ortuño
Jueves, 27 de octubre 2022, 20:45
El plato de zanahoria con rúcula y chocolate que se posó sobre mi mesa, el sábado 22 de octubre, como cierre del menú de mediodía, ... fue el último que Nando Chafer sirvió antes de la clausura de Croco. Punto a la historia del restaurante, a saber si final o seguido. El destino no desiste en sus caprichos, por lo que al sentarme en aquella mesa yo no sabía que él iba a cerrar, ni él me advirtió hasta el primer plato. Como tantas veces en mi vida, llegué tarde, pero a tiempo. El valiente proyecto del joven de Ontinyent, que practica una cocina cárnica con vocación creativa, fue una de las aperturas más destacadas del curso pasado en la ciudad de València. Y sin embargo, este otoño no le salen las cuentas. Ya de espaldas a la puerta, le escucho bajar la persiana, y resulta demasiado triste.
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«No me llega para el alquiler», confiesa, y se está refiriendo al del negocio, pero también al propio. Se despide por motivos económicos, es un chaval responsable. «A Croco no le faltaba mucho para ser sostenible, pero no podía resistir más pérdidas. Esto también se apoya en el restaurante de mis padres, y no era justo», explica. Tiene 28 años, y estaba viviendo en un piso compartido, que dejó hace un mes. Saldará las deudas, terminará el mes de alquiler, pagará otras dos mensualidades del contrato y tratará de traspasar el negocio cuanto antes, a sabiendas de que la ubicación no facilita el trámite. En pleno Ensanche, sí, pero a la altura de calle Burriana 52 -Ca Pastor tuvo las mismas-. Puesto que pidió un préstamo, le tocará trabajar en el establecimiento de sus padres, y vuelve con la cabeza alta, pero con el corazón roto. Ojalá hubiese habido algún inversor en el camino.
Esta es la realidad del emprendimiento en la hostelería de València: muchas veces, más de las que contamos, no sale. Otras sí, por eso Chafer no se cierra a retomar Croco en el futuro, ya sea con un modelo empresarial diferente, una ubicación periférica favorable o, sencillamente, en tiempos más compasivos. «Hemos resistido la guerra de Ucrania, la crisis de suministros, la inflación de precios… Los primeros meses fueron bien, pero en primavera cayó la facturación, y verano fue un desastre», lamenta. Y eso que tiene un gasto fijo contenido. El alquiler, los proveedores, muchos impuestos y un único ayudante, que atiende la sala, mientras él compra, cocina y hasta friega. Con todo, cada semana procuraba renovar el menú -un formato de seis platos con aperitivo-, atendiendo al mercado y a la temporada. Que digan lo que quieran: ahí está el amor por el oficio.
«Si tuviera una pareja que me ayudara, sería más fácil», dice, medio en broma, pero más medio en serio. Nando ha estado muy solo en València, con apenas algunos amigos. El último sábado, su madre le estaba echando una mano. «Ha venido más estas semanas, porque se me hacía tarde limpiando y luego me tocaba volver a Ontinyent. Llegaba sobre la 1AM y ella no quería que condujera solo», relata. De repente, aflora el chaval. El que empezó a formarse en hostelería con 17 años porque no se le daban bien los estudios, el que tuvo la suerte de experimentar en el Hotel Ferrero de Paco Morales para enamorarse de los fogones; el que luego trabajó en restaurantes de Madrid, Segovia o el País Vasco. Como muchos jóvenes de esta generación, recorrió las mecas de Mugaritz, Montia, Noor o Nerua, por lo que su instinto natural le empuja a mirar hacia las estrellas y los soles.
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Pero en Croco, andaba liberado. «Cocinaba como me gusta cocinar, y como me habría gustado comer. Lo mismo con los vinos, siento predilección por los naturales. Si es que hasta la música que se ha escuchado en el restaurante era mi playlist de Spotify», afirma.
Guisos. Caza. Mar. Huerta. Cocina de interior y kilómetro cero; así se definía Croco en su perfil de Instagram -la web ya está desactivada-. La esencia de la comida tradicional, que Nando Chafer aprendió en el restaurante familiar, pero refinada por la creatividad, la frescura y la juventud. Una carta corta, pero cambiante. El caldo de cerdo con acelga o la lengua de vaca con calabaza. Un escabeche de picantón, zanahoria, anchoa, tomate y almendra; o manitas de cerdo con garbanzos, espinaca baby, pan quemado y cacahuete. Muchos ingredientes en el plato, quizá demasiados. Envuelve esta cocina la selección de vinos naturales, el trato cercano al cliente y la tendencia calmada hacia la sobremesa. Croco se parece a muy pocas cocinas de València -salvando las distancias de madurez, quizá me recuerde a Forastera-. Muy pocas cocinas de València se parecen a Croco.
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La pandemia fue el acicate para que este cocinero ontinyentí se decidiera a montar su primer restaurante. «Ese con el que siempre sueñas mientras trabajas en los demás», va evocando, mientras guarda la vajilla en cajas de cartón. Estamos haciendo las fotografías para el periódico, porque todavía le queda trabajo en el local: recoger los bártulos, vaciar las cámaras. Necesita un respiro, luego está abierto a propuestas. Y es que, aunque ahora le toque viajar a otras cocinas, su espíritu no es de renuncia. Confía en un futuro donde Croco vuelva a existir. Y con ese mismo nombre, además, que hace referencia a la planta de tallo bulboso y flores moradas. La flor del azafrán viene a contar la historia de su abuelo, que era 'safranero', y cuyas raíces no está dispuesto a perder ante la cazuela.
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Lo dicho: un restaurante se despide y un chaval se vuelve al pueblo.
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