Paisaje en una botella: la magia de Celler de Roure

El triunfante proyecto de Pablo Calatayud en Terres dels Alforins: unos seductores vinos y una recomendable experiencia de enoturismo

Jorge Alacid

Valencia

Jueves, 9 de junio 2022

Un cielo de azul purísimo, unas nubes de algodón. Suelos humedecidos, vibrantes, agradecidos a las generosas lluvias de primavera. Cepas donde algún tímido brote se anima a saludar al viajero. Las suaves colinas, el bosque cercano. Una carretera amena surcando el viñedo mientras despide los ... campos de cereal circundantes, los frutales donde reina el albericoque casi en flor. Una arquitectura respetuosa con el territorio, muy rica en maderamen y recias piedras. Toda una postal. El majestuoso encanto del paisaje tradicional, el que nos legaron nuestros antepasados sin tal vez sospechar que llegaría un día, un día como hoy, en que un mago llamado Pablo Calatayud embotellaría toda esa magia para servirla dentro de una copa de vino. Un milagro que empieza a dejar de serlo porque su aventura se prolonga en el tiempo con sobresaliente éxito y dignifica de paso la cultura de una comarca entera, Terres dels Alforins, donde en compañía de otros bodegueros ha logrado poner en el mapa del enoturismo nacional un paraje de embriagador aroma.

Publicidad

La proeza tiene mayor mérito teniendo en cuenta que Celler de Roure, la bodega donde Pablo materializó no sólo sus sueños, sino las ambiciones de su padre, el legendario Paco Calatayud, se ubica alejada de casi todo... aunque en realidad no tanto. Es un paseo muy recomendable. Basta tomar el enlace que señala hacia Moixent en la autopista A-35 que viaja desde la capital hacia el interior de la provincia de Valencia, cruzar el caserío de la localidad y sumergirse en un mar de pinares que depositan al viajero en apenas unos minutos en una realidad distinta. Un oasis de amable naturaleza cuyo ombligo se sitúa al fondo de un ramal donde un letrero señala hacia Celler de Roure: un par de edificaciones de esbelto porte, una casona de tamaño más contenido y un dédalo de tuferas que sirven como el canario en la mina: indican que ahí abajo, en el subsuelo, anida un haz de bodegas bajo nuestros pies que pronto merecerán nuestra visita. De momento, saludamos al simpático burro Pío, de apenas un mes de vida, que corretea con otros semejantes y el resto de la fauna del lugar, gallo incluido. Patos, gallinas y demás animales que picotean entre los riscos ajenos a la expectación que despierta nuestro guía cuando conduce los pasos de nuestra comitiva hacia el corazón de la tierra.

Lo que vemos a continuación será un prodigio tan memorable que justificaría la visita incluso en el caso de que prescindiéramos de catar los vinos que nacen de ahí, del vientre de la bodega: una hermosa curva subterránea, construida por el ingenio de nuestros tatarabuelos durante tres fases. La primera se data hacia 1614; la segunda, más cercana en el tiempo, está fechada en el siglo XVIII; y la tercera y última, hará unos 200 años. El resultado es un espectáculo: cerca de un centenar de tinajas de barro empotradas contra el suelo, adosadas en un lateral de la cueva, que forma un profundo óvalo de temperatura estable situado bajo la antigua bodega original que Calatayud encontró tal cual allá por 1996. Cuando gritó eureka: Celler de Roure era lo que estaba buscando, la sede idónea para que cristalizaran sus aspiraciones de elaborar vinos con un atributo principal: una identificación plena y enriquecedora con el territorio donde anida la bodega.

El resto es historia, Historia con mayúsculas. Hacia el año 2000 el sueño cristaliza con la primera cosecha, dominada todavía por la presencia de las variedades foráneas cuyo peso irá perdiendo protagonismo a medida que Calatayud avanza en sus propósitos. De esta «bodega fonda» como le llaman por Celler de Roure nacerán con el paso del tiempo unos seductores y singulares tintos con ADN propio, sus tintos Les Alcusses y Maduresa, alumbrados a partir de cepas autóctonas casi en trance de desaparición (mandó, monastrell, arcos) y porque el proceso de vinificación respeta la tradición genuina. Vinos que, fruto de su crianza en las tinajas de barro que garantizan un sabor neutro, apartan la insidiosa presencia de la madera. Vinos que «saben a lo que tienen que saber», como concluyen los bodegueros. «A frescura, ligereza y mediterráneo». Vinos, en resumen, «de categoría internacional», como le gusta afirmar a Paco Calatayud, el patriarca.

Publicidad

Vinos con identidad propia que además explican el territorio, formado por 50 hectáreas de cepas: un paisaje de elevada variación térmica, que puede pasar de los diez bajo cero de los días más fríos del invierno, hasta los 40 grados del verano cuando sopla el sol de Poniente. Un paisaje azotado por el viento, que ayuda a despejar el rocío mañanero y diluye por lo tanto la amenaza del fastidioso hongo que siempre acecha a la viña. Un paisaje de suelos dominados por una alta mineralidad, que enriquece la viña y traspasa ese valor a los vinos que, luego de complicadas vendimias que pueden durar hasta dos meses, ascenderán a ras de suelo desde las tinajas subterráneas, emplazadas bajo la antigua almazara y las cuatro piscinas de piedra y mortero que aún se conservan donde antaño se pisaba la uva y hoy presiden los aposentos donde se recibe al visitante y se le agasaja con las joyas del catálogo de Celler de Roure. Les Alcusses y Maduresa, por supuesto, pero también los denominados Vins antics y los que integran la colección llamada Las hijas de Amalia, un guiño de su creador hacia el legado familiar que habla de su ambición: elaborar vinos fieles a las raíces.

El mejor vino del mundo

El suave ulular del viento en los pinares vecinos acompaña la visita a Celler de Roure como un amigo fiel. Es también una presencia familiar en toda la comarca, Terres dels Alforins, el maravilloso territorio sin mancillar por una equivocada teoría del progreso: todo viajero dirá adiós mientras regresa sobre sus pasos conmovido por la experiencia. Un excepcional recorrido enoturístico, muy recomendable. Y unos vinos excelentes, leales con el paisaje donde nacen, como ese Safrá inolvidable que acuna Pablo Calatayud. Suele advertir don Paco, el patrón de la familia, que habrá un día en que aquí se hagan los mejores vinos del mundo y no alude con ese deseo sólo a los que alumbre su propia prole: se refiere a las inigualables condiciones que el territorio garantiza para que su frase se haga realidad en forma de botella. Vinos señalados por el código de la autenticidad. Fieles a la historia pero en permanente innovación. Vinos de siempre, mejores que nunca.

Apego al pasado y proyección de futuro. Los vinos de hoy miran hacia atrás en la mente inquieta de Pablo Calatayud, siempre en ebulición. Por ejemplo, mediante una apuesta muy decidida en favor de los vinos blancos. Blancos con un desconcertante color rosado en algún caso (fruto de las propiedades de la uva mandó), tintos de tan notable ligereza que parecen blancos y blancos, en definitiva, con una presencia cada día más acusada en el conjunto de la producción de una bodega cuyo perfil innovador se manifiesta en otra de las sorpresas que aguarda al final de la visita: cinco naves, también subterráneas, donde el siglo XXI se enlaza con el pasado, cuyo completo aislamiento térmico y solar asegura el sueño tranquilo de los vinos que duermen en las barricas de roble francés de suave tostado. Un aislamiento que es también acústico y sirve para que aflore el músico que Calatayud lleva dentro: en este espacio bajo tierra se ofrecen conciertos para fusionar música y vino que contribuyen a reforzar el lado mágico de toda la bodega.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Empieza febrero de la mejor forma y suscríbete por menos de 5€

Publicidad