LUIS GÓMEZ
Domingo, 2 de abril 2017, 21:04
Era la mujer del mechón azul, la boca roja y las mejillas anaranjadas. Pero su aspecto era pura fachada, un disfraz de carnaval que se puso de niña y nunca más se quitó. Fue la intelectual que puso a Italia bajo los focos de la moda. Sus arriesgados 'looks' recordaban a los de esas tías presentes en todas las familias, excéntricas y algo alocadas, que llamaban la atención allá por donde pasaban. Fue la primera gran animadora de los desfiles, con sus ensaladas de sombreros y estilismos que nunca repitió en público. Impulsó el diseño de su país a través de Armani, Versace, Gianfranco Ferré y Moschino, descubrió la casa Missoni en 1961 y fue musa y amiga de Karl Lagerfeld, el zapatero Manolo Blahnik y el sombrerero Stephen Jones. Piaggi, fallecida hace cuatro años, se relacionó con la vanguardia artística del Milán de la posguerra y sirvió de catalizadora de una generación de creadores que encontraron en ella el cruce perfecto entre arte, sociedad y cultura.
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Sin darse cuenta, todos tragaron su anzuelo. Desde diseñadores y empresarios a fotógrafos, editores... Todos relataron la historia de la moda al dictado de como iba aporreando las teclas de su máquina de escribir Olivetti de color rojo. Porque eso fue ella: una periodista de moda con aspiraciones internacionales que aportaba literatura a vestidos que han hecho historia. Escribía en inglés e italiano. Nunca criticaba ni hablaba mal de nadie. De un desfile siempre decía algo bueno que se podía aprovechar. Anna vivía en un mundo de egocentrismo en el que todo giraba en torno a ella. Era, a su manera, implacable. «Si no valías, no le interesabas. Si eras bueno, tenías una entrevista, por lo que nunca tenía miedo», desvela Alina Marazzi, la realizadora de 'Anna Piaggi. Pionera de la moda', documental que revela el carácter visionario de una editora que celebró su independencia e identidad como mujer y escritora.
Maquillaje dramático
Protegida bajo un maquillaje dramático, Piaggi nunca se acostumbró a las normas y tendencias de la industria fashion. Y, más que insertar fotografías, se especializó en crear una sucesión de imágenes e ilustraciones con las que construía fantásticas historias. Hasta el último rincón de sus páginas tenían un significado. Las escribió fundamentalmente para 'Vanity' y la edición italiana de 'Vogue', donde inventó un lenguaje contemporáneo. Más que una musa, «era un fábrica de creación. Tenía un gran ojo, el derecho de una francotiradora y el izquierdo dirigido a la historia», alaba el estilista Jean-Charles de Castelbajac. «Se convirtió en el escenario de una moda que no era moda», subraya Rossita Missoni, la matriarca de uno de los clanes de moda más poderosos de Italia. Blahnik no la consideraba una mujer bien arreglada, «sino una criatura divina a la que veía como una artista que cada día creaba una obra de arte». Para Jones, era «un ángel y un demonio a la vez. Podía ser complicada, caprichosa y difícil».
Empezó a dar muestras de su estrambótico estilo el día que se puso un vestido de holandesa para un carnaval. Le marcó para siempre. Era largo, con zuecos, cofia y delantal. «Tenía cuatro años. Me reveló que era lo que quería. Me cambió la vida. Nació como un descubrimiento. Después pasé muchos años en el internado y el uniforme no me aportó tanta impresión, con esos cuellos almidonados», evoca en el filme. Anna siempre manifestó «una gran necesidad de evadirse». En los años 50 trabajó de secretaria, pero después siguió su propia «naturaleza y fantasía» y se dejó llevar por la aventura, las ganas de viajar y de ver, sobre todo, el «lado frívolo» de la vida. Fue así como se volcó en la escritura y la moda, a la que nunca consideró una carrera, sino «una gran historia de amor». Poseía, según De Castelbajac, una increíble «dimensión arqueológica» y su pasión por la ropa y muebles viejos la convirtió en una habitual de las casas de subastas y tiendas de antigüedades.
Por su extravagancia, constituía un acto de resistencia y valentía en los 'front-row' de los desfiles. Era tan teatral que a veces parecía salida de un cuadro. Bill Cunningham, icono de la fotografía callejera, la retrató al final de un desfile de alta costura de Yves Saint Laurent en la capital francesa y nunca más la perdió de vista. «Fue una revelación y se convirtió en la razón para ir a París. Jamás vi a nadie como ella. Fue la poetisa de la moda, pero una poetisa elegante». Y trabajadora.
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Escribió durante 40 años. Prácticamente hasta el fin de sus días. Interpretaba la moda como un sentido de la vida, de lo cotidiano, «un sentido de embellecimiento, un gran placer físico y una gran vanidad». Pese a su aparente despreocupación por su vestimenta, le podía la coquetería. Combinaba muchas veces sombreros con sutiles velos: «Siempre me decía que el velo en un sombrero era el mejor truco de cosmética que tenía toda mujer», destaca Jones. Había una razón por la que tapaba a todas horas su cabeza: «Le encantaba la apariencia y no entendía que le llegase sólo hasta el cuello. Debía seguir hasta arriba porque ella era bajita y le gustaban los complementos que le hiciesen parecer más alta», recordaba Jones. En realidad, Anna ansiaba estar a la altura de su talla profesional en un mundo donde alcanzó la categoría de leyenda. Desde su muerte, su trono sigue vacante.
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