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Wesley, sobre el césped tras el final del partido. IRENE MARSILLA
La mayor tragedia de la historia

La mayor tragedia de la historia

Sufrimiento y decepción. 24.000 aficionados alientan a su equipo en el Ciutat de València hasta el final, en una noche que el levantinismo tardará en olvidar y curar

Domingo, 18 de junio 2023, 01:55

Lágrimas y más lágrimas. Desesperación. Incredulidad. Rabia. Angustia. Más lágrimas. El fútbol vuelve a ser cruel con el Levante. De la peor de las maneras, de la que nunca nadie desearía ni para su peor enemigo. En el último minuto de la prórroga del último partido y ante tu propio público y con un penalti casi inesperado. Cuanta razón tenía Paco Gandía. El Levante y su yunque de la adversidad vuelven a estar más de actualidad que nunca. Ni uno sólo de los 24.000 espectadores podía imaginar que este sábado 17 de junio de 2023 iba a terminar así. Lloraron los aficionados, dentro y fuera del estadio, los jugadores sobre el césped y en el vestuario, los trabajadores en público y en privado, y hasta el presidente, Quico Catalán, consolado por unos y por otro en un palco que todavía estaba preguntándose cómo se escapó el empate y el ascenso. Un penalti, un maldito penalti por unas manos que necesitaron del VAR y del arrojo del árbitro. Así es la vida granota, zarandeada demasiadas veces por las circunstancias y maltratada por unos y por otros. Lo que iba a ser una fiesta mágica se convirtió en un infierno con toda la crueldad que uno pueda imaginar. Poco consuelo les quedó a unos y a otros, que pasaron de prepararse para la invasión festiva del terreno de juego a la desolación mayúscula. Los jugadores acabaron fundidos, tirados en el césped, refugiándose en la nada buscando respuestas a la sinrazón de un fútbol caprichoso que esta vez le dio al levantinismo la mayor de las bofetadas posibles. Esparcidos por el terreno de juego, algunos pudieron consolar a otros.Ni el paseíllo de la afición en el recibimiento, ni los golpes de los propios futbolistas en las lunas del autocar, ni los ánimos del público en los momentos más críticos, ni la ilusión de volver a estar entre los grandes por sexta vez en la historia. Nada de eso sirvió. Ni hasta la presencia en el palco de la alcaldesa, María José Catalá, recién estrenada en el cargo (también estuvo Cristóbal Grau) posibilitó que la jornada para la nueva autoridad política de la ciudad fuera redonda. Que Valencia tenga dos equipos en Primera, como siempre proclamó Pedro Villarroel, tendrá que esperar a hacerse realidad.

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El levantinismo entra ahora en una nueva fase cargada de dudas e incógnitas que hará que muchos aficionados se pregunten qué hacer en el futuro. Porque lo que iba a ser como en el 63, como decía la pancarta que se exhibió en el fondo Alboraya, pasó a ser el del 23, el mayor batacazo y la mayor decepción. Nunca se estuvo tan cerca para morir en la orilla. Y mira que el Ciutat se lo ganó a pulso. '¡Que sí, joder, que vamos a ascender!' se cantaba una y otra vez en un intento de contagiar a los jugadores cuando las maniobras de los de Luis García más problemas y confusión estaban creando a las filas granotas. Durante muchos minutos, Orriols temió lo peor que ni los dos disparos al larguero, el de De Frutos y el de Pepelu, pudieron compensar. Cuando el árbitro se echó mano del pinganillo por esa acción casi a la desesperada del Alavés en ataque, empezó a temerse un escenario de terror. Jugadores de uno y otro equipo lo rodeaban buscando un convencimiento que se le transmitió desde la sala VOR. «Ve a verlo». El brazo de Róber Pier, posiblemente en uno de sus mejores partidos de la temporada del defensor, emborronó lo que iba a ser la fiesta completa.

Fueron instantes de tensión. Desde el banquillo del Levante se acercaban al colegiado, Luis García lo tenía claro, unos y otros se autoconvencían de que el fútbol les iba a brindar una oportunidad de oro: los locales para confirmar que con ese 0-0 iban a estar en Primera, y los vitorianos porque se podían encontrar con un penalti casi milagroso cuando ya daban por perdida la oportunidad. Cuando el árbitro señaló el punto de penalti, se hizo el silencio. El más absoluto silencio, el sinónimo de miedo. Muchos espectadores no quisieron ni ver el lanzamiento de Villalibre. Cuando el balón entró, fue como la explosión de un globo en plena ascensión. El Ciutat se desinfló a tal velocidad que a los pocos minutos no parecía que se había disputado aquí un partido de los que marcan la historia de unos y de otros. La madrugada ya del domingo fue la peor de las pesadillas para la familia levantinista, que pasó de ir a la Fuente de las Cuatro Estaciones a marcharse a casa para masticar y digerir la peor de las indigestiones. Con el sentimiento a veces no basta para afrontar retos como el de volver a Primera. Hay miedo a la travesía del desierto. El yunque de la adversidad.

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