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Los atentados del 11-M, de los que ayer se cumplieron dos décadas, vinieron a demostrar lo que luego confirmaría una pandemia. Que por mucho que nos engañemos ninguna crisis nos hará mejores, pues carecemos de esa bonhomía que inocentemente se atribuye a nuestra especie. ... Para comprobarlo basta ahora con prestar atención a la gentuza que vio toda una oportunidad de negocio en las dentelladas del virus asesino, pero mucho antes de la vergüenza de las mascarillas, cuyo calado sigue aún pendiente de calcular, estuvo lo vivido aquel 11 de marzo y los días subsiguientes. La semana en que, todavía con los cadáveres calientes, afloró lo más lúgubre de nuestra naturaleza, reflejado en la clase política y sus fieles prosélitos, integrantes todos de un microcosmos que resume la mediocridad humana. El fracaso evolutivo en que nos hemos convertido.
La mentira. Cuando necesitábamos certidumbres, demolida nuestra escala de valores junto a aquellas dos torres gemelas neoyorquinas, convertido en mortero criminal el cascarón de cuatro trenes madrileños donde quedó machacada para siempre la escasa fe que aún seguía en pie, unos estrategas quisieron defender su baluarte a tres lunas de las elecciones. De espaldas a las investigaciones trataron de hacer creer, y con mucho biempensante lo consiguieron, que detrás de la matanza se escondían unos asesinos en lugar de otros. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, resumiría el refranero, para el que no tenemos ya secretos.
La instrumentalización. Frente a semejantes desalmados se alzaron otros no menos tácticos, los mismos que ahora lanzan su grito al cielo si les zarandean las sedes, e investidos de una superioridad moral difícilmente sostenible vieron la ocasión de movilizar la calle. ¡Pásalo! Mentirosos unos, manipuladores otros, carroñeros todos, construyeron sobre 192 muertos y dos mil heridos sus edificios de papel, y visto con la perspectiva del tiempo no puede aquello sorprendernos. Trece años después se viviría una situación lamentablemente similar tras la carnicería en las Ramblas de Barcelona, cuando de pronto parecía importar más la actuación de los Mossos, brazo armado por aquel entonces del independentismo, que las pesquisas en torno a los errores que nos llevaron a pasar por alto un polvorín en Alcanar o la inquietud ante el alcance de la metástasis del yihadismo en España.
Sostenía Rousseau que el hombre es bueno por naturaleza y la sociedad lo corrompe, pero en ocasiones tiendo a pensar que el problema lo traemos de serie. El antídoto contra la ingenuidad hace tiempo que lo encontramos, justo ayer veinte años. El 11-M, el 17-A o el abismo de los confinamientos refrenda que si algo merecemos es el infierno, y ni siquiera hará falta el pasaporte a otra vida para encontrarlo, porque en el culmen de nuestra estupidez hemos sabido construirlo aquí abajo.
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