Mira que estas vacaciones creía tener mis neuras bajo control. Aún no ha asomado el niño que nos cubrirá de arena a Ken Follett y a mí en primera línea de playa -¿dónde está tu abuelita, ricura?-, ocultando Kingsbridge entre las dunas de Arrakis. Además, ... anda lento de floración el garrulo de temporada, descapotado, derrapante, incapaz de encontrarle el volumen al equipo estéreo del coche. Todavía no han clausurado la piscina por avistamiento de objetos flotantes no identificados, tan divertidos según parece los esfínteres contemporáneos como el hula hoop de los ochenta. Diría que incluso el Pocholo de la urbanización, «¡fiestaaa!», ha extraviado el cable de su megáfono. Sin embargo, pese a que mis oídos siguen vírgenes de reguetón, de cenas de sobaquillo el estómago, y en resumen todo encaja me he sorprendido esta mañana actualizando mi lista de fobias. Igual me pasa como al Denisse de La Unión, la luna me vuelve hombre y es el sol quien restaura mi estado natural lobuno. Mejor entonces afilo las uñas, que hace calor para la piel de cordero.

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Al lío. Odio al eurodiputado que tuvo la ocurrencia de adherir al casco el tapón de las botellas, su ecologismo mi paroxismo. Si cae arriba te cubre la nariz, si es abajo interfiere en el chorro para dejarlo todo perdido, por no hablar de las veces en que se atrofia el invento. Ya puestos, unamos entre sí las seis del pack, y todas a su vez al embalaje de plástico. Incluso, mejor aún, enganchemos el rosario hídrico al palé, y quien quiera beber que antes haga sentadillas. Lo último que me faltaba, estresarme al mojar el gaznate. Odio los calcetines invisibles, pinkies los llaman, diabólicos engendros que según caminas mutan en gurruño entre los dedos del pie. Son los nuevos galápagos de Florida, invaden los cajones, se hacen pasar por míos los de mis hijos, así que ya me veo usando pantys. Odio la primera y la última rebanada del pan de molde, esas que gentilmente me reservan en casa con una pinza, maldita manía la mía de no tirar comida. Odio las bolsas de fruta del súper que se rompen al separarlas del rollo, parientes de las que jamás se abren. Odio el artilugio para clavar la sombrilla en la arena, la espalda a la brasa y tú ahí culo en pompa de prospecciones geológicas, aunque más bien odio la playa en su conjunto, esas horas plantificado frente a un fondo de pantalla. Odio el pitido que anuncia la reserva de gasolina y a las moscas en todas sus variedades, tamaños y colores. Odio los latiguillos: el «¿perdona?», el «en plan» que coloniza el habla joven y sobre todo el machacón «escúchame» con que te sellan la boca los que hablan sin escuchar. Odio al que escribe y subraya en los libros, heredero del sacrílego que doblaba las hojas por la esquina para recordar dónde dejó su lectura. Odio al voceras y a su némesis, el susurrador que te obliga a leerle los labios. A los que caminan por la vida colocando señales de dirección prohibida y al que disfruta saltándose semáforos en rojo. A quienes se dejan los bordes de la pizza. A Marco Polo y toda su descendencia por el juego infantil que me aporrea la sesera desde la piscina. Y también a los que elaboran listas de cualquier cosa, de modo que odiándome acabo la mía. El amor estará en el aire, hará girar el mundo y todas esas cursilerías que alguien cantó alguna vez, pero nada te arregla el cuerpo como el odio controlado.

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