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Cuando me contaron la historia de Aitana, mi primer pensamiento, egoísta, fue para sus padres. Puedo certificarlo, no hay mayor suplicio que asistir inerme al cuerpo a cuerpo entre un hijo y la enfermedad. Pronto, sin embargo, deslumbró todo lo demás la inocencia de la ... chiquilla. Ahí la tienes, apenas cinco añitos y ya encerrada en el cuarto oscuro de la vida. En esa lóbrega celda donde cada día la madre de un amigo, a la que siento como si fuera la mía, lucha contra su sistema linfático, maldito cáncer. Allí donde vi con anterioridad a una niña, a la que sentí porque era la mía, desactivar la bomba de su mente, ¿qué cable corto, papá, el rojo o el azul?, miserable anorexia. En ese mismo potro de tortura se sienta ahora Aitana, en su caso en manos de un criminal llamado sarcoma de Ewing. Presiento la desigual batalla, puñales de plastidecor frente al sádico invisible, y pese a todo, ingenua criatura, el día en que le proponen que formule un deseo no pide curarse. Resulta que en este mundo de plebeyos que viven a cuerpo de rey y reyes que pasan por plebe lo que ilusiona a la cría es ser princesa. Corretea su fantasía tras el sueño a la fuga de uno de tantos cuentos, susurrados noche a noche por el padre o la madre, puedo imaginarlos haciendo turnos, tejiendo esperanza con su voz hasta que el sueño los vence en la penumbra de una habitación del hospital La Paz. Pues si esa es tu voluntad, sonríe, princesa.
Me pregunto qué pedirían en su lugar nuestros virtuosos según el dogma platónico, los líderes de esta sociedad. Isabel querría ser Alberto, y Alberto Pedro, y Pedro dudaría, que a ratos se siente Winston y a ratos Groucho, siempre a vueltas con el dichoso remilgo de los principios, aunque todavía hay quien lo llama Francisco por cómo reparte indulgencias. Francina solicitaría una máscara tras la que esconderse, quirúrgica y homologada. Yolanda, una sociedad intervenida, pasar por la quilla revisionista hasta a Gabinete Caligari -bares, qué lugares-, y ya puesta cerrarle pronto el suyo a Pablo, que hay que conciliar. Sandra, un clavo ardiendo. Juanma, la montera de El Espartero y el cencerro de Milikito. José Luis, una máquina del tiempo para volver a 2017 y alistarse en el batallón suicida de Susana. El tal Koldo, una matrioska donde encerrarse con su agenda mágica. Carles, ser comercial de Ikea y declarar a precio de empleado la república independiente de su casa. Don Emiliano de La Mancha, tocar las narices al capataz pero sin romper la baraja, más paje que Page. Diana, mutar en sombra de Carlos hasta que los llamen los m&m's. El broncas de Vinicius, un saco de boxeo. Donald, una casa blanca. Vladimir, una guerra bien gorda. Kim, un botón rojo. Benjamin, una franja donde practicar el tiro. El dueño de una petrolera, depósitos llenos; el de una tecnológica, ignorancia natural para su inteligencia artificial; el de una gran compañía, que mordisquee su manzana el bigotudo del Monopoly; el de una eléctrica, el IVA por las nubes... Y en medio de todos, la utopía de una niña. Mi amigo ganará su guerra, como hice yo con la mía, y Aitana, princesa de Peñíscola gracias a la Fundación Pequeño Deseo, algún día será reina. Del mismo modo que sin espinos Mateo no habría tenido semilla que sembrar ni parábola que contar, el aporte de tanto energúmeno ambicioso nos ayuda a distinguir los sueños que valen la pena.
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