El puente de la Constitución, o mejor de la Inmaculada, como gusta más llamarlo a los lugareños, fue tiempo de regresar al pueblo. Vuelta tras ... no hacerlo desde el verano. Momento de cargar pilas, de mirar al pasado y de otear el futuro. De renovar cuerpo y alma tras un mes tremendamente intenso por el impacto de la dana. De tomar resuello para seguir peleando informativamente para que se haga lo mucho que queda por hacer y que se arregle lo que nunca debió hacerse. O que se debió hacer y no se hizo. Tiempo habrá. Todo llega. Y nunca olvidaremos esa lucha. Jamás. Pero allá en la Mancha siempre hay momentos para la reflexión. Y para las lecciones. En este puente tocaba podar la parra. Porque ya se sabe: «Parra que no brota en abril, poco vino da al barril». Y en diciembre toca para luego tener uvas. Aunque en el caso de la parra familiar poco vino en abril. Nuestra parra da uvas pequeñas aunque muy dulces cuando maduran. Pero nunca hemos sido de tradición bodeguera. El caso es que una de esas mañanas en Piqueras fue el instante de coger tijeras y escalera para empezar con la labor. En lo alto, una madeja de ramas, hojas entre verdes y amarillas, sarmientos, algunos racimos ya pasados y el baile de algunas avispas muy madrugadoras que zigzagueaban entre corte y corte. La misma parra bajo la que el abuelo Florentino ojeaba el ABC a la fresca en los calurosos veranos. La misma a cuyo cobijo acudían las hermanas Barambio, Felicitas, Marciana y Marcelina, a 'cascar' sobre los últimos cotilleos del pueblo. Sobre lo que había dicho fulana o lo que había hecho mengano moviendo el mojón de unas tierras, «que ay si Padre levantara la cabeza...». La misma parra bajo la que aprendieron a dar los primeros pasos mis hijos y refugio de confesiones familiares, sentimentales y paternales. Pues allá que nos pusimos mi hermano Sergio y yo con la poda. Risa va y risa viene. Con fotos y videollamada con los padres en Valencia para mostrar el avance del trabajo. Recordando batallitas del pasado, como cuando Madre Edelia rogó a las chicas del pueblo que le pusieran 'macollas' al pequeño de la casa («¡ayyy, ponedle a mi chico!»), los plantones del trigo que se colocaban en Pascua, de madrugada, a las puertas de la casa del mozo o moza amado. Sudamos entre poda y poda. Al naciente sol de Castilla, con las mejillas sonrojadas por el frescor de las mañanas de diciembre y las almas curadas de estrés, preocupaciones, dolores y tristezas. Almorzamos luego en el bar de Rocío un tomate con sardinas que el bueno de José Ramón nos preparó antes de irse a cazar por el campo («a cargar peso por el campo», que es como bien dijo que se llama ahora la caza, porque cazar, nada de nada). Durante la poda, mi hermano me dijo: «Sabes lo que sería mejor, cortar la parra y poner un toldo de esos retráctiles, porque esto da mucha faena, macho...». Y no le falta razón. Y hasta algún amigo con el que lo comente me dijo: acierta tu hermano. Y yo pensé que también. Que entre podar, quitar uvas, limpiar las que caen y pringan todo... que mucho mejor un toldo. Hasta que reflexioné. En todo lo que no habría habido con un cómodo toldo. Y recordé a mis abuelos y familia bajo la parra. A mis hijos y sus primeros pasos. Al rato tan bueno con mi hermano. A las noches bajo ella, leyendo con las estrellas asomándose entre el sisear de las hojas. A los agostos del sol saltarín de sarmiento en sarmiento. Al único verde que te quiero verde de la parra familiar. Como decimos en la 'terreta', «açò no està pagat amb diners». ¿Cortar la parra y poner un toldo? Mejor para otro.
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