Capítulo uno: 'El abuelo'. Tenía el carácter áspero como muro sin enlucir, pero bajo la piel curtida de aquel pecho velludo y blanco latía un buen corazón. Adicto a las causas perdidas, no extrañaba que a la vuelta de pescar o de remojar en el ... bar una tapa, pues de un modo u otro lo suyo eran las cañas, llevara a casa algún animal descarriado. Desbordados los límites del asombro, para alegría de la chiquillería y desespero de la abuela, por aquel piso de la Olivereta desfilaron al menos un pato herido, un búho desnortado, todo pajarillo que cayera del nido y entre pulgas hasta dos caniches extraviados, madre e hijo, que ve tú a buscarles el chip en aquellos años de Maricastaña.

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Capítulo dos: 'El verderón'. De milagro no acabó en la lavadora. Lo trajo escondido en el bolsillo de la chaqueta y entre tanta llisa, que el día vino próspero, se olvidó por completo de él. Pronto la niña le echó el ojo, lo adoptó y decidió llamarlo Pequeñón. Era de lo más corriente, ni guapo como el pato ni feo como el búho, simplemente un pájaro, y su esperanza de vida, similar a la de anteriores náufragos, debía medirse en horas, que si no lo mataba la cautividad lo haría el hambre. Pero la astucia de aquel pillo habría doblado el pulso a todo un ejército de ratones colorados y además ansiaba vivir. Engordado con migas de pan y leche aprendió a dar esquinazo a la parca, y mientras el tiempo arrancaba hojas al calendario asumió habilidades capaces en otra época de amenazar el reinado de Rin-Tin-Tin. De proponérselo, Pequeñón piaría en latín. Sin pisar jamás una jaula, se bañaba en vasos. Dormía cada noche sobre un pañuelito depositado en la almohada de su joven institutriz, la cabeza bajo el ala hueca. A los postres comía, en la mesa de todos, semillas de fruta y cañamones. Si tocaba jugar se acomodaba en los asientos de un viejo descapotable de época que los críos se lanzaban unos a otros. Y, lo más sorprendente, la niña se movía por la casa con él sobre el hombro y todas las ventanas abiertas, pues no habiendo palpado más mundo que aquellas cuatro paredes, garantía de alimento y mimos, jamás anheló la libertad. Pero Pequeñón se engañaba, a sí mismo y a los demás. Respiraba la falsa seguridad de un sueño irreal, otro Pájaro Loco. Por eso, cuando creyéndose inmune exploró tierra ignota terminó adherido a la escarcha del frigorífico, y aunque horas después lo rescataron vivo, llevaba ya dentro la artrosis que lo mandaría al limbo de los alados.

Capítulo tres: 'El otro pájaro'. Igual que aquel verderón, Pedro Sánchez deambula por las lindes de su espejismo. Sin serlo se siente libre, desconocedor de más existencia que el cautiverio, cómodo en territorio peligroso para el líder de un partido de tradición democrática, a vueltas con un tornillo que de tan forzado acabará pasado de rosca. A su colección de principios reversibles sólo le faltaba la amnistía, y completan la de fotos imposibles el apretón de manos a Bildu y el homenaje al fugitivo en su guarida, inmortalizado éste al contraluz de los fastos reales. Entre tanto embuste no creímos su única verdad, «traeré a Puigdemont a España», y ya lo tiene haciendo el petate. Hambre para mañana, cuando por despiste o desidia el tropel de benefactores lo abandone a su suerte. Como al verderón. Autocomplaciente, tampoco entonces verá él venir la nevera.

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