Dos veces se ha sentado Francisco Camps en el banquillo de los acusados y las dos veces ha resultado absuelto; la primera, en el famoso 'caso de los trajes', por un jurado popular; la segunda, una pieza del conocido como 'caso Gürtel', por un tribunal profesional. Pero además de éstas, el expresidente se ha visto implicado e investigado en diversas causas -diez en total- por denuncias de corrupción que acabaron siendo archivadas y que estaban relacionadas con asuntos que iban desde la visita del Papa a Valencia a la construcción del circuito de Fórmula 1. Han sido más de quince años de acoso político -canalizado a través de los juzgados- los que ha tenido que soportar el expresidente de los populares valencianos, que se vio obligado a dimitir del cargo en 2011, pocos meses después de haber logrado la mayoría absoluta en las urnas. Nos encontramos, por consiguiente, ante un claro ejemplo de lo que se ha dado en llamar 'lawfare', es decir, la utilización de los mecanismos que la Justicia pone al servicio de los ciudadanos para desgastar a un político y arruinar su carrera. La izquierda pone el grito en el cielo cuando referentes de sus partidos son víctimas de esta perversión del sistema. Recientemente hemos oído las quejas por lo ocurrido con Mónica Oltra -cuya causa está pendiente de recursos- o con las denuncias que se lanzaron contra Podemos. Pero el clamor se convierte en silencio si los afectados son dirigentes de la derecha, como es el caso. A pesar de los datos, de la evidencia de que la avalancha de denuncias y las investigaciones que se siguieron no han podido demostrar nada. Si bien han tenido una eficacia demoledora: consiguieron que el presidente de la Comunitat Valenciana más votado de la Historia tuviera que dimitir. Es posible que la gestión de Camps no fuera modélica y, sin duda, cometió errores. También es muy probable que, al igual que el resto de presidentes de la Generalitat, durante su etapa haya habido despilfarro de recursos públicos. Pero nada de todo esto es delictivo ni penalmente perseguible. La judicialización de la política es uno de los peores males que aquejan ahora mismo a España. En la que partidos de todos signo han tenido culpa. Al final, el daño lo acaban pagando ellos mismos. Pero el desprestigio afecta a las instituciones, a la credibilidad del sistema y a la salud de la democracia. El martirio judicial de Camps es la prueba palpable de que así no podemos seguir.
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