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El horno decano de la ciudad, el de San Nicolás, ha cerrado. Las estrictas normas técnicas de este siglo hacen imposible la costosa inversión de adaptación de una tahona que recuerda que fue fundada en 1802 pero que ya en 1692 estaba dando nombre a ... la plaza. Valencia cambia. Se nos ofrece moderna y atractiva; pero también nos deja huérfanos de rincones entrañables. Las ciudades de hoy, repletas de franquicias y amazones, se empobrecen cada vez que la normativa, los alquileres o la falta de relevo generacional, empujan al cierre un comercio de los de antes, bar, tienda de tejidos u horno de pan cocer.
El Horno de San Nicolás tuvo un precedente, el Forn de la Pietat, que tenía sobre la puerta una pintura de la Virgen con el Crucificado en brazos, obra, según Orellana, de Luciano Calado o de Joseph Soler. La plaza, en el hablar cotidiano de las gentes, fue la del Forn de la Pietat, como antes había sido la de la Estafeta. Estafeta de correos que llamaban Vella, la del siglo XVII, llevada por don Pedro Valda allí mismo, «davant lo forn», hasta que la Corona tomó para sí el empleo y trasladó la oficina a la calle de Burguerins, donde hubo buzón con forma de agujero en la pared y una reja para la entrega de los paquetes.
Orellana, testigo de tantos cambios, habla de un mundo que se moderniza, de un «ahugero por donde hechaban las cartas». Y menciona en su libro más de una docena de hornos antiguos -desde el Forn Cremat al de Solicofres- que dieron nombre a las calles y plazas donde cada mañana había una familia esforzada que ponía el pan en manos de la gente. Diez, veinte generaciones de profesionales, han pasado por la tahona de la plaza de San Nicolás, cumpliendo con su deber. En cuatrocientos años, que se sepa, no ha habido allí más noticia que la del famoso robo del Rosquilleta, contada por el periódico en el verano de 1903: cuando el panadero estaba pagando a un cobrador el importe de una letra de 550 pesetas, un cliente, que había pedido rosquilletas y chocolate, sacó una navaja, amenazó a todos los presentes y se dio a la fuga con el dinero.
Entre la nostalgia y una sensación de vacío, las tiendas de la costumbre, los comercios de siempre, están cerrando sus puertas. Algo nos duele; algo no va bien. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Habrá alguien que continué en ese negocio del pan? ¿Será generosa la inspección municipal a la hora de aplicar los desabridos reglamentos? Y si el horno cierra y nos deja huérfanos ¿habrá que cambiar el nombre de la plaza? Por cierto, en el paquete que el Ayuntamiento del PP y Vox heredó tras las elecciones, se incluye un horno: el que funcionó en la plaza del doctor Collado, que los técnicos califican como excepcional y digno de conservarse para el futuro.
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