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No es por presumir, pero entre los primeritos que han escrito en este periódico sobre el Parque Central de Valencia está un servidor. En mayo de 1975, cuando aún mandaba el general, abordé un asunto, rocoso como pocos, que sigue llenando de tensiones políticas las ... páginas de información local. Paco Moreno, una nueva generación, debutó en el tema en 1999, que es el año en que Rita Barberá habló con mimo del Parque Central en su toma de posesión. Volvió a hacerlo una y otra vez, en años sucesivos; y trajo a Valencia a la señora Guftanson, ganadora en 2014 del concurso convocado al efecto. Pero fue Joan Ribó, en diciembre de 2018, dos años después de la muerte de la alcaldesa, el que pudo inaugurar la primera fase de la ansiada zona verde.
En 2016 se cometió la torpeza de renunciar al Museo del Ferrocarril y destinar los edificios a cosas variadas. Que no arrancan. Pero seguimos a la espera de que Renfe haga lo que se le pedía en 1975: clarificar sus intenciones de futuro y ponerse a trabajar de firme. Ahora se apela a la sensatez: si el corredor ferroviario enterrado va a propiciar 3.000 viviendas, habrá que hacer calles para que los vecinos puedan entrar, salir y circular en bicicleta. Esa es la razón por la que la corporación de María José Catalá, haciendo uso de sentido común, recupera las ideas de Gustafson y descarta las figuraciones virtuales de la factoría Gómez-Campillo, llenas de buena intención y escasas de realismo.
Sí, es verdad: la sensación que acaba invadiendo a un observador de largo recorrido de la vida de esta ciudad es la de una Penélope aburrida que teje y desteje el mismo manto, una y otra vez, en espera de Ulises. Llevamos cincuenta años a cuestas con el Parque Central. Pero también con el solar-jardín de los Jesuitas, con el tramo final del parque del Turia y con la magia que sea capaz de rescatar del olvido -con la prolongación de Blasco Ibáñez o sin ella- a los barrios del mar.
Medio siglo, por esa funesta costumbre de prometer fascinando. O de fascinar prometiendo, que es lo mismo en cuanto a inutilidad se refiere. ¿De qué sirve hablar una y otra vez de la reforma de la plaza del Ayuntamiento si no hay un proyecto consensuado por unanimidad de la corporación, un presupuesto disponible y una empresa con el encargo de trabajar desde mañana temprano? Rincón de Arellano, en los sesenta, ya quiso reformar la plaza. Y quitó esa Tortada que ahora se evoca con nostalgia, pero nuestros abuelos odiaban cordialmente. A muchos, la plaza, sin Balanzá y Casa Barrachina, nos trae al pairo... Aunque ¿no será bueno decidir antes qué se hace en Correos? Y es que medio siglo es mucho, aunque en Valencia empieza a ser ya una unidad de medida para proyectos.
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