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Con un balance de víctimas aún por cerrar, la DANA que el martes asoló tierras valencianas ha pasado a formar parte de la historia negra de las tragedias naturales en España, sólo por detrás de la riada de Biescas, en Huesca, que en 1996 dejó ... 87 fallecidos, y la del Turia en 1957, en la que el número de personas muertas puede que llegara a las 100, un recuento imposible de concretar por las dificultades que el régimen franquista impuso para informar con rigor sobre el suceso. Y ha venido a producirse en el mismo año en que la ciudad de Valencia había registrado un hecho luctuoso -el incendio de Campanar- cuyas dimensiones y efectos traspasaron las fronteras españolas y alcanzaron dimensión mundial. No es descabellado, por lo tanto, hablar de 2024 como un año fatídico para los valencianos. Una anualidad que queda marcada con sangre, como ya la citada del 57, o la del 82, la de la pantanada de Tous.
Ante la magnitud del desastre, lo primero es siempre pensar en las víctimas. Honrarlas y guardar un respetuoso luto en su memoria. También es preciso conocer cómo se produjeron estas muertes para en la medida de lo posible aprender de la tragedia y tratar de ponerle remedio. Esta es una de las claves que deben manejar las autoridades y, en general, los sectores con capacidad de influir en el desarrollo de las modernas sociedades: la necesidad de tomar lecciones de los peores episodios por los que atraviesa una colectividad humana. Las riadas en Valencia son recurrentes. La historia de la región aparece salpicada de inundaciones dramáticas que acabaron con vidas y haciendas. Pero que motivaron la reacción ciudadana y política. El nuevo cauce del Turia fue la respuesta de una dictadura al desbordamiento del río. Otras posteriores, en cualquiera de nuestros ríos, nos han enseñado los terribles efectos que puede tener no respetar las leyes de la naturaleza. Dejar los barrancos libres y no construir en sus márgenes es una de ellas. Una norma no escrita y que dicta el sentido común pero que durante décadas ha sido ignorada en pueblos y ciudades, con las fatídicas consecuencias que regularmente se padecen.
Respetar a las víctimas, evaluar los daños, intensificar la reparación de los graves desperfectos y compensar a los afectados. Este sería el esquema básico con el que trabajar en los próximos días. Con altura de miras y alejando cualquier tentación de politizar una hecatombe natural como no ha habido otra igual en el siglo XXI. Un esquema diametralmente opuesto al carroñerismo exhibido sin pudor por algunos representantes políticos que ayer, sin esperar siquiera al recuento final de muertes, se lanzaron a acusar a las autoridades competentes, en un ejercicio de irresponsabilidad y carente de la mínima sensibilidad. Tampoco la presidenta del Congreso de los diputados tuvo la actitud que cabe exigir a una autoridad de su rango al mantener el pleno en el que se iba a aprobar el nuevo sistema de elección de los consejeros de RTVE. Enviando un corrosivo mensaje de que al poder político parece importarle más su agenda de intervención y control de las instituciones que el dolor de toda una comunidad.
Las desgarradoras imágenes y los testimonios sobrecogedores de estos días nos muestran la vulnerabilidad de un modo de vida moderno y tecnológicamente cada vez más poderoso, pero incapaz de frenar la fuerza desatada de la naturaleza. El cambio climático ha agudizado la virulencia de los fenómenos climatológicos, lo cual nos obliga a extremar las precauciones y a trabajar con intensidad en la búsqueda de soluciones a las carencias que presenta el territorio cuando se enfrenta a lluvias torrenciales.
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