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Alguna luz entre las tinieblas
LOS EFECTOS

Alguna luz entre las tinieblas

Este año que acaba, fulminante y malévolo, no ha hecho sino transfigurar también a los cabezas visibles de las organizaciones políticas

Sábado, 28 de diciembre 2024, 23:48

Este ha sido un año temible, de fuego y agua. El fuego, producido por un utensilio doméstico, devastó un edificio y arrebató vidas. La voracidad de las llamas, en Campanar, su propagación inconcebible, condujo a hurgar en cualquier huella pasada de un apocalipsis urbano similar para no encontrar semejanzas, o algunas y remotas. Aquí aún intervino el elemento humano desde la lejanía: una chispa, un electrodoméstico poco domesticado. Y sus aliados: el viento, el material epidérmico del edificio. La celeridad de las llamas asomó al precipicio a los especialistas, incapaces de entender en un primer momento la brutalidad del espanto originado en unos minutos. Pero el verdadero infierno lo desató el agua, el otro día, como si la naturaleza se hubiera vuelto presocrática, y aún le faltara por desencadenar otro delirio mediante el aire o mediante un temblor geológico a fin de retorcer más la tragedia y convertirla en los cuatro elementos de un pecado original inexistente. Aquí intervino también el elemento humano, pero mucho antes, en el pasado inmediato, cuando se toleró lo intolerable en una llanura aluvial, y después, pasadas las horas abominables, cuando la catástrofe ya erizaba de ruina y muerte pueblos y tierras. La riada de octubre se lo ha llevado todo. Solo somos, como dijo el filósofo, invitados de la vida. No sólo se ha llevado vidas sino también conciencias. Y, sobre todo, la conciencia de abordar de forma inevitable la necesidad de hibernar proyectos y optimismos, porque no puede haber entusiasmo donde hay desolación. La Capitalidad Verde, se me ocurre ahora, concebida en Valencia, ha de estar impregnada, forzosamente, de un cierto desahucio, nada queda al margen del paso del espanto. ¿Podría ser de otra manera? Seguirán los proyectos, se expondrán ideas, se concluirán acciones, pero el epílogo invocará un menguado resplandor en paralelo con la angustia sobrevenida. Los programas políticos, y las regañinas entre líderes, mejor ni discutirlos porque la riada se los ha tragado, y cualquier indicio de impugnación veleidosa contra el partido de enfrente, entre la hipertensión cotidiana del politiqueo, va a resultar un herejía, además de una insensatez. No estamos para salones dorados, ni butacones, ni para asnadas o chamarileos. Ni para los mercados del voto, tan frecuentes y usados. No es tiempo de disputas políticas sino de enterrar a los muertos y de reedificar las pérdidas. Cada cosa tiene su tiempo. Y a los muertos hay que honrarlos, a ellos y al asombro y aliento que perdura. Si vulneras lo tiempos puede suceder lo que le ha sucedido al actual alcalde de Requena, que concluyó un proceso de moción de censura a unos días de la tragedia, cuando en Utiel, a su lado, aún estaba sepultando vidas y llorando desgracias y cuando el mundo entero estaba absorto en la incredulidad. Cómo es posible, dónde se hallan las referencias, si principiar un mandado así ya deslegitima la función, si es que resulta una anacronía moral. (En Chiva sucedió lo mismo, días después, antiguos formularios para una coyuntura enajenadora de las equidistancias políticas).

Las réplicas del agua de fango, bestial, violenta, que ha desahuciado pueblos y tierras lo son en todos los órdenes. En la política, como decimos, hay un presidente de la Generalitat individualizado entre el antes y el después, y una secretaria general del PSPV entre el antes y el después, y un lider de Compromís antes y después, y así. Este año que acaba, fulminante y malévolo, que ha cabalgado el horror, no ha hecho sino transfigurar también a los cabezas visibles de las organizaciones políticas, y ¡ay! del que se administre todavía desde el arquitectura mental de la precatástrofe. Este es un año que se condena a sí mismo. Un año contra el propio año. Un año que se niega y rechaza. Un año que alumbrará mucha memoria pero será la memoria de la elusión, de la crueldad. Un año que enseña otra concepción del victimismo. Antes de la tragedia, había que pertenecer a un grupo de víctimas para que te hicieran caso. Ahora, no. Todos somos víctimas: de la ferocidad de la naturaleza, de las administraciones siempre lejanas, de las ayudas que llegan cuando llegan, de las autovías como muros y los automóviles como balsas de muerte, de los seguros y las burocracias. No hay reivindicación porque las fuerzas que quedan ya son las justas: el victimismo ha suplantado a la robustez reivindicativa porque ha cambiado su significado, y ya cubre el campo de la exigencia y la protesta. Hasta la semántica se ha transformado. Este año también ha mudado el acta de defunción del propio año, el 31, dado que el imaginario infausto que propone se va a prolongar en el tiempo. El año no acaba en dos días, claro. Sólo acaba el orden numérico, la guía de la representación. Éste es un año que va a perdurar bastantes años más. Sus sacudidas se dilatarán en una singularidad que habrá que asumir. Y aún así, como surgidas de entre las tinieblas, las luces de la ciudad -las de la plaza del ayuntamiento de Valencia, particularmente, bajo el recuerdo de los pueblos del apocalipsis-, estas navidades, infatigables en su fascinación, con la gente rodeándolas, aparecen como una invitación a la necesidad de cauterizar la psicología del drama, como una alegoría indispensable sobre la búsqueda del agotamiento de la fatalidad. Del agotamiento de la fatalidad y de la prolongación de la existencia. De las existencias.

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