![Regresiones, de aquí y de allá](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2025/02/07/198674848--1200x840.jpg)
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Existe una regresión en la práctica en las tomas de decisión de los líderes autonómicos de los dos grandes partidos, cada vez más forzados a conducirse según los intereses concretos de los líderes nacionales, que actúa contra toda la narrativa que se nos inyectó a partir de la Transición: todos debíamos ser más guapos, más altos, más felices, más libres, más ricos y, sobre todo, más independientes de los poderes centrales. La evidencia de que no es así, al menos en el último apartado, sino al revés, no debería sumirnos en la melancolía sino en una especie de escepticismo constructivo y un poco peleón. Los cabezas visibles de los partidos de gobierno con sede en Madrid aumentan la presión sobre sus responsables 'regionales', imponiendo estrategias e idearios, se supone que desde el convencimiento de que los hechos son los hechos y los programas son los programas. Y de que una cosa es la vía conceptual, la de las grandes palabras y los aplausos militantes, la que se dirige a la opinión pública y a la Historia, y otra, distinta, la de las realidades palpables de la política doméstica, del día a día, esa que está impregnada por la lógica del poder puro y duro y la supremacía jerárquica. Está última vía, que es la que se está imponiendo últimamente, correspondería en la clasificación de Michels a los partidos de 'autoridad personal'. Más o menos. Observará el expresidente Ximo Puig, y cito a Puig como fiel partidario del federalismo -aunque el federalismo tenga muchas tipologías y espejos- que esos sueños de mayor peso autonómico y menor dependencia de la Villa y Corte se pervierten automáticamente en cuanto se encuentran con el poder cotidiano, como si de ese encuentro se desprendiera un maleficio. Nos hallamos en unos tiempos en que si exceptuamos Cataluña, y aun así, todo el imaginario de pluralidades virtuosas y fraternales de las Españas diversas y multiformes parece en franco repliegue. El poder último, vecino y residente en Madrid, tiene tendencia a reducir a su 'competencia', del mismo modo que las especies activan sus instintos de conservación cuando se ven fastidiadas por otras. Y tiene tendencia, sobre todo, a subordinarla a su fin terminal, que no es otro que el de alcanzar la Moncloa o continuar en la Moncloa. El debilitamiento efectivo de los líderes autonómicos en los últimos tiempos deriva de la gravosa dinámica de la polarización, por una parte, y de las dificultades para seguir o para coronar la Moncloa con mayorías holgadas -o sin el lastre de algunos «compañeros» de viaje hostiles-, por otra. A esas cargas aún hay que añadir la progresiva ruptura ideológica entre las dos grandes formaciones políticas y el hundimiento a su vez de los espacios políticos centrales. (La polarización no genera oposición, sino animadversión. Rompe la ética de la honradez. Niega, de entrada, al 'otro'. La democracia queda así atrapada en una vorágine de grupos irreconciliables absolutamente convencidos de sus idearios. Sucedió en los años treinta. En España se diría que el consenso nacido de la Transición ha acabado por estallar del todo, al igual que se ha roto en el panorama internacional el consenso de la postguerra. Las democracias liberales crujen y miran a China y a Rusia, es decir, a las antidemocracias, a partir de una sociología populista en plena efervescencia. El capitalismo llamado 'vigilante' llega a la Casa Blanca con los grandes magnates tecnológicos: es la apoteosis económica y política en íntima unión consagrando las nuevas directrices mundiales y dominando a su vez la cotidianeidad del personal).
Toda esa batalla diaria -la impugnación permanente, las dificultades para alcanzar mayorías holgadas, las ansias para llegar o seguir en la Moncloa condicionadas a las ineludibles estrecheces y dependencias, la retirada de la centralidad, el desafiante panorama mundial-, esa batalla, digo, que en ocasiones roza lo impúdico, encoge la capacidad emancipatoria de los líderes autonómicos, cada vez más dependientes de Génova o Ferraz. Por aquí, pues, somos más 'de provincias', en el sentido balzaquiano, que hace unas décadas, si se me permite la extravagancia. Es la vieja fórmula: cuando menos valencianistas y menos ruidosos, más olvidados. No hay vuelta de hoja. Porque al poder por el poder -la lógica intrínseca del poder, que tiende al monopolio- se une, en nuestro caso, ¡ay!, la inercia del alma casticista enviada desde la meseta como un reflejo inmemorial e inconsciente, y esa alma, como se sabe, solo es de España y de Dios, ya lo decía Calderón. Una decisión del lider nacional de Vox tumba un Consell y hay que rehacerlo. No hará falta poner más ejemplos, los periódicos los cuentan a diario. Basta observar los cambios actuales en las federaciones autonómicas del PSOE o los que impulsó Génova y que implicaron grandes reajustes en las cúpulas de aquí. Está dicho: más allá de las ideas sobre las geometrías españolas o la descentralización del poder, ideas escritas en los papeles con supuesto carácter formal, existe una corriente subterránea por donde navega el poder cotidiano que abandona las retóricas y que es instintivamente recentralizadora. No se expone a la opinión pública pero es fácilmente detectable. El periodismo la detecta enseguida, aunque después la exponga, la omita o la critique según convenga. En fin, hay muchos signos que revelan que el discurso sobre la idea de Estado plural va por un lado y el apretón recentralizador, por otro (y por abajo). La verdad es que el federalismo -que es como un chicle, se estira o se reduce a conveniencia- nunca ha existido en España, ni en la Gloriosa ni en los soles nacientes de Pi i Margall. (El Cantón de Valencia de 1873 fue vencido por Martínez Campos a cañonazos, enviado el general desde Madrid por Salmerón. Barrientos, catedrático de Bellas Artes, fue proclamado presidente de la Junta Revolucionaria, a la que se sumó Vicente Boix, cronista de Valencia, con un discurso en la plaza de la Catedral. El asunto duró unos cañonazos. El general animaría enseguida la Monarquía de Sagunto y la Restauración).
Revolución conservadora en el mundo, pulsión recentralizadora por aquí, al menos en el plano utilitario. El desasosiego de los tiempos funciona como un estigma que minimiza las identidades autonómicas y jerarquiza la expresión de sus representantes. Una digresión última, que tal vez venga al caso. Desde que Faustí Barberá pronunció en Lo Rat Penat el discurso 'De regionalisme y valentinicultura', en 1902, discurso que sitúa Alfons Cucó -no sé si Ferran Archilés lo sitúa de igual modo- como el inicio del valencianismo político, nadie diría que aquí se han echado cohetes emancipatorios, y mira que nos gusta echar cohetes. El primero que impugnó toda idea valencianista fue Blasco Ibañez -sus partidarios de irrumpían en los salones valencianistas al grito de «Cervantes»- y de ahí hasta la actual codificación de los líderes autonómicos hay una línea posiblemente quebrada, tutelada y como muy natural.
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