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Caos en Atocha provocado por los incidentes con la red ferroviaria de este sábado en Madrid. EFE
Opinión

Yo me subo en Atocha, yo me bajo en Chamartín: el caos era esto

Jorge Alacid

Valencia

Domingo, 20 de octubre 2024, 08:36

El vestíbulo de la estación de Chamartín me recuerda un pasaje de esa estupenda película de Spielberg, 'El imperio del sol', cuando la población ... británica huye de Hong Kong ante el avance japonés en la II Guerra Mundial. Es la media tarde de un apacible día de otoño madrileño cuyo delicioso encanto se evapora cuando los viajeros entran en contacto con una realidad desoladora: ese momento en que dejamos de ser ciudadanos para transformarnos en ganado que misteriosas manos acarrean de estación en estación, cruzando a la carrera (a la carrera de un taxi va y otro viene) la capital del Reino. ¿Por qué? ¿A qué misteriosos designios responde este cambio de planes? Ni idea. El caballero que nos anuncia que ningún tren de Renfe funciona y que el de Iryo hacia Valencia de las 18.45 horas espera ahora su salida en Atocha no ofrece más información. Está bien entrenado: cuando se le piden aclaraciones, se encoge de hombros y señala hacia una hamburguesería situada en el exterior, a cuya vera tiene instalada la compañía su oficina. Empieza el viacrucis.

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Ocurre que en la atestada oficina no hay manera de conseguir la información que se nos sigue hurtando. Una viajera más espabilada que yo (no es difícil) se marcha hacia el cercanías para escapar de ese laberinto en dirección hacia Atoha. Yo me decanto por un taxi, aprovechando que tintinea la luz verde de uno estacionado junto a mí. Mala suerte. El conductor me explica que tengo que ir al sótano para subir a ese vehículo o a alguno de sus hermanos. Cuando le respondo que eso no tiene mucho sentido, bingo: se encoge de hombros. Luego me hace una señal en dirección a la calle próxima: 'Pruebe ahí'. Obedezco y mientras sigo su consejo se sitúa a mi lado otro taxi, cuya conductora (es fácil adivinarlo) se encoge también de hombros cuando hago amago de subir. Durante unos metros vamos el uno al lado del otro. Yo corriendo, ella a diez por hora. Así alcanzamos la parada. Me subo al coche situado en primer lugar y concluyo, superada la primera estación del viacrucis, que España se ha convertido en un inmenso encogimiento de hombros.

Para entonces he recibido un amable sms de Iryo donde me informa de lo que ya sabía pero elude compartir la noticia fetén, la que explica el suplicio que sufrimos quienes nos agolpamos esta vez en la estación de Atocha como si fuéramos las tropas británicas huyendo de Dunkerke: otra analogía militar, creo que bien traída. Lo que ese sucinto sms que parece redactado por Kafka evita mencionar es que si nos subimos en Atocha luego de bajarnos en Chamartín no es por homenajear a Sabina en su gira de despedida: sucede que un tren se ha accidentado entre ambas estaciones y de ahí el caos resultante, al que contribuyen generosamente los trabajadores de la compañía que con mejor voluntad que acierto nos pastorean de fila en fila hasta asegurarse de que nadie entienda nada. Completamente mareados por la acumulación de instrucciones tan absurdas como contradictorias, los pasajeros desertamos de nuestra condición de clientes de Iryo y aceptamos nuestro nuevo rol. Algo así como rehenes de un modelo de gestión ferroviaria que (me temo) nunca se enseñará en las escuelas de negocios.

Tercera estación. Pasan los minutos. Entre quienes aguardamos nos pasamos la noticia del accidente para que nos vayamos enterando del origen de nuestras jaquecas pero la fila no avanza. Las filas, mejor dicho. En una esperan a que cambie su suerte quienes debían estar ya entrando en Valencia; en la otra, los desventurados que apenas llevamos media hora de retraso, una faena menor, que parece poca cosa cuando por fin se abre la puerta, bajamos al andén y nos sentamos en la butaca. Llegan luego los compañeros de fatigas del fallido viaje anterior, que se reparten por las sillas libres como excursionistas del IMSERSO, con esa misma clase de felicidad tontorrona en su semblante que tanto me recuerda de repente a mis antiguas expediciones con los hermanos Maristas. Arranca el tren a cámara lenta, hay quien aplaude y... Stop.

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Encallado en una vía convertida en muerta, vigilado a una y otra mano por dos convoyes de la competencia (Ave, Avlo: otras dos ballenas varadas), nuestro tren se detiene justo cuando acaba la cubierta de la estación y enfilábamos la playa de vías. Los pasajeros nos miramos entre nosotros primero con incomprensión, luego con estupor, más tarde como prisioneros de una cárcel sobrevenida, condenados a purgar nuestra pena por un misterioso pecado que ninguno ha cometido. Hay quien (cómo no) se encoge de hombros. El viacrucis no ha acabado. Más bien al contrario, ingresa en su fase todavía más dolorosa mientras se nos va poniendo la cara de bobos que merecemos a los ojos de nuestra compañía, los del gestor de infraestructuras ferroviarias (la pompa que no falte nunca en España) y el resto de actores de esta mala función que hubiera hecho feliz a Valle Inclán. Es un esperpento. Peor: teatro del absurdo que firmaría Ionesco. Nadie se digna a comunicarnos qué sucede mientras avanza el reloj y el convoy sigue parado. Nos apagan las luces, los empleados de la compañía se limitan, por supuesto, a encogerse de hombros y sólo al cabo de unos minutos eternos las redes sociales acuden al rescate: un potencial suicida se ha encaramado a un puente sobre el tendido del tren y la circulación está suspendida. La misma noticia que un rato después nos participan las buenas gentes de Iryo, tan en la inopia como sus clientes, a quienes la megafonía nos llama por cierto usuarios.

Tic, tac. Corren los minutos, nuestro viacrucis prosigue hacia el infinito y más allá y los responsables de informarnos racionan sin embargo las noticias con un hábil sentido de la racanería. Caemos por supuesto apresados en otras redes: las del macutazo de toda la vida. Radio Patio informa de no sé qué, alguien dice que TVE se ha cortado justo cuando iba a explicar lo que nos sucedía, hay quien ha leído en algún lado que Adif, Renfe o vaya usted a saber quién impide que las televisiones informen de nuestra triste peripecia, un caballero alude a un complot para fastidiar a no sé cuántos manifestantes que iban a acudir este domingo a Madrid a protestar contra un tal Sánchez y hay quien comparte un vídeo donde los pasajeros retenidos en la estación de Atocha bailan la conga: Berlanga y Azcona han sido de nuevo convidados a esta cita con lo peor de nosotros mismos. Cunde el desaliento. Desde la compañía se invita a quien desee a abandonar el tren a apearse y pasear por el andén, un consejo dirigido sobre todo a quienes profesan el hábito del tabaco (y que no se entere la ministra de Sanidad) y nos obsequian incluso con una ración de agua servida en uno de esos vasos que emplean los dentistas para que te enjuagues la boca. Los prisioneros británicos de los japos en la memorable 'El puente sobre el río Kwai' tenían más suerte. Nadie allega un bocado o un trago de café. Nadie se acuerda de atender las necesidades de los viajeros, también clientes, también llamados usuarios. Uno de los amables empleados de Iryo no sabe si los trenes pueden circular de noche, cuando ya ha oscurecido y el reloj sobrepasa las nueve. También lo ignora todo sobre el incidente del suicida y desde luego no tiene otro remedio que encogerse de hombros cuando se le solicita algún detalle más sofisticado: por ejemplo, si vamos a pasar la noche en el tren o si se van a apiadar del pasaje y conducirnos a un hotel.

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Nuestro viacrucis para entonces pinta muy mal. Una pasajera decide poner pie a tierra. Nos cuenta que alguien le asegura que le devolverán el precio del billete pero que ella no se fía y se larga ya, a dormir a casa de una sobrina. Y que al día siguiente se irá a Valencia en avión porque teme que no haya plazas en tren, sospecha que comprobamos los demás que tiene bastante de cierto: no, no hay plazas en ninguna compañía para ese trayecto. Otra viajera duda si imitar a la compañera huidiza, mientras una pareja nos informa de que, siguiendo las instrucciones de una azafata, ha ido a comer algo a la cafetería y se ha encontrado con escenas dignas de '55 días en Pekín', con la masa despavorida sin saber qué hacer. «Arriba están peor que nosotros», relata la mujer. «No hay nada que comer». El pasaje resiste a la tentación de usar el retrete del tren, porque carente de alimentación motriz es probable tropezar en su interior con alguna otra película, pero de terror, un episodio que una viajera zanja expeditiva, muy a la española: un arrebato celtibérico le empuja a evacuar discretamente al otro lado del convoy. Aguas menores, cortesía de una pasajera airada... que cuando sube al andén luego de obrar escucha una salva de aplausos. Pero no: no es la ovación que merece su bizarro gesto, sino la que dedican los viajeros mejor informados a la noticia de que el viacrucis concluye. La descarga se escucha de vagón en vagón hasta llegar al nuestro, donde se materializa en la figura de una resuelta empleada de Iryo que trae la buena nueva y aquí no ha pasado nada.

¿Tendremos alguna compensación como víctimas de tantos desatinos? Todos nos los preguntamos pero nos encogemos de hombros mientras regresamos a nuestras butacas. Nadie acierta a explicar qué pasos deberíamos dar para que la compañía nos devuelva el importe del billete, quién sabe si con una derrama adicional que alivie todas estas horas de caos e incomprensible mala praxis. No, nadie en el vagón culpa a Iryo, al pomposo gestor de infraestructuras o al ministro del ramo. El incidente del suicida forma parte de las contingencias de la vida, que sin embargo excluyen el espectáculo de incompetencia que han padecido estos sufridos contribuyentes, a quienes sólo después de preguntar se les explica que en la página web de la compañía encontrarán la vía para pedir la reparación que merecemos. Eso sí: las reclamaciones, dentro de un par de días, como añade luego por megafonía el responsable del tren. Su voz se solapa con la que, también por la megafonía de la estación, nos anuncia lo que ya sabemos: que el tren se pone en marcha. Y que disculpemos «las malestias». Una nueva palabra, hija de maleta y molestia, que me apresuro a apuntar para que forme parte de mi vocabulario mientras veo avanzar el tren, escucho las risas del pasaje e imito el mismo gesto de quienes me han precedido durante estas horas aciagas: yo también me encojo de hombros.

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