Urgente Aemet pone fecha al regreso de las lluvias a Valencia

En Hong Kong, la ciudad del ruido, de los grandes rascacielos, existen unas calles estrechas y feas, son esas callecitas necesarias que albergan los mazacotes ... de aire acondicionado de los lujosos edificios, las escaleras de incendios, los cuartos de contadores y los cubos de basura. Si sigues por una de esas calles encontrarás, seguro, algo que se llama «parques de silencio», recuadros no muy grandes, del tamaño de un dormitorio que, al aire libre, ofrecen cuatro bancos y dos árboles a los que, saturados, necesitan cinco minutos de nada, de simplemente sentarse y no hacer ni escuchar mucho. No es difícil ver allí a una mujer sofocada de estrés, a un hombre respirando profundo por la nariz, a un anciano llorando en actitud callada. Todos cogiendo fuerzas para volver a la avenida principal a contestar llamadas, correr con prisa y comprar sin pausa.

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Escribía hace un tiempo en estas mismas páginas sobre el ruido, sobre la manera en que hemos perdido esa batalla si alguna vez la hubo, el día que los enemigos, los ruidosos, se hicieron con esa nueva arma llamada teléfono móvil. Eso les autorizó, vaya usted a saber por qué ley invisible, a escuchar audios a todo volumen en los bares, a hablar alto, a veces en modo altavoz para que no nos perdamos el otro lado de la conversación en los autobuses. El mundo se hizo aún más ruidoso. Y escribo hoy esto porque me he dado cuenta de quiénes, en cambio, se han callado: los pobres.

Hablo de los menesterosos, de los de la Misericordia de Galdós, de aquellos que, antes, gritaban o musitaban sus penas a tu paso con un «Señor, para comer» y que ahora han escrito un texto con faltas sobre un cartón para no alterar a los que andamos a su lado. Hablo de esos que se te acercaban en las terrazas a contarte su historia y que ahora te dejan un papelito sobre la mesa y se van a repartir por las otras para que tú no interrumpas tu charla o tu scroll. Hablo de que, el mendigo al que yo llamo «mi mendigo» (todos tenemos uno, como quiosquero, panadero y vendedor de lámparas) ha dejado de gritar su letanía de «para comer, para comer, para comer…» y se limita ahora a sacudir un vaso de los grandes de plástico con unas cuantas monedas dentro, como tratando de que ese sonajero nos despierte más que nos duerma.

Se callan los pobres porque todos hablamos, y no hablamos con aquellos que vemos en la calle sino con personas que están en la otra punta de la ciudad, del país, del mundo. Se han tenido que callar los pobres porque ya es obvio para ellos que, si no escuchamos a los que son como nosotros, a ellos, por supuesto, no les vamos a hacer ni caso.

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