La huella que no se borra

Nadie se preocupa de las huellas que se dejan en la maquinilla de afeitar, en los libros, en la pipa, en los bolígrafos; las huellas que delatan la presencia física y que carecen de importancia por la sencilla razón de que se pueden borrar fácilmente. Con un trapo ¡zis!..., ¡zas!, adiós señales.

Las huellas importantes son las que quedan en nosotros, las que se graban en el recuerdo y nunca se desvanecen; quizás porque allí no podemos pasar la bayeta y con un enérgico ¡zis!, ¡zas! dejarlo limpio.

Existen personas con una enorme capacidad para dejar huellas, para colarse así, sin pedir permiso, en nuestra secreta intimidad; en el subconsciente que tan feliz hizo a Freud y seguidores.

Y con tanta huella resulta que no vivimos solos, sino aompañados por algunos que lo ignoran, a menos que nos atrevamos a comunicarlo; actitud que en excepcionales casos se recomienda únicamente.

Una frase, un intercambio de miradas, un paisaje, la soledad. Todo puede sugerir la figura de alguien que, sin pretenderlo o con toda intención dejó su huella invisible, pero permanente.

Una huella que sólo es nuestra por muchas lupas que quieran descubrirla. Y estas huellas que sólo son nuestras, son las que pueden confortar o inundarnos de melancolía. Pero, ¿cómo?... ¿No conserva ninguna?... ¿Tampoco grabó su huella en nadie? En su lugar estaría triste... Por lo menos, para consolarme iría al barrizal y hundiría mis pies con fuerza. Palabra, algo es algo.