Después del interesante reportaje de Patricia Cabezuelo, publicado el pasado día 3 de este mes, sobre la querencia por vivir en el lugar en que ... se nació, resultando ser la pedanía de El Palmar la localidad preferida por amorosa mayoría, he necesitado volver a la lectura del libro 'L'Albufera', que me publicó -junto con fotografías de Jarque- el Ayuntamiento de Valencia en 1987.
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En tan lejano tiempo ya suspiraban sus gentes por el momento en que se verían obligados a abandonar la isla, una ejemplar comunidad que mantenía ordenanzas centenarias, tradiciones, costumbres enraizadas y hasta cantos y música relacionados con la pesquera y el cultivo de la tierra.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
L'Albufera , publicado por el Ayuntamiento de Valencia en 1987.
Al rebobinar imágenes y diálogos no he podido eludir la evocación de uno de los personajes que me dejaron huella, precisamente porque se aproximaba el día de su adiós. Se trataba del viejo párroco, con sotana raída, aunque muy limpia; utilizaba palillero y pluma, que hundía con frecuencia en el tintero para seguir anotando en el libro de registros conceptos y cifras.
En un principio parecía hosco, hasta que confesó que se sentía criticado por rebasar la jubilación y seguir allí.
«Yo pensaba morir en El Palmar; llevo 33 años; me resisto a dejar esta casa y el pequeño huerto donde planté unas hortalizas que cocino yo mismo».
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El viejo párroco, por edad, porque el Concilio nunca llegó a convencerle, sabía que los niños de la catequesis se reían alguna vez de él y preferían a las jóvenes de un voluntariado que llegaban en el autobús los domingos para hablarles de la fe y el amor, nunca del pecado y del infierno como solía recordarles.
«Mi primer destino -contó- fue en Montenegre de Arriba, provincia de Alicante; y también atendía a las aldeas que distaban una hora por caminos de herradura; mascando polvo, cuando los matojos se mueren calcinados; luego fuí trasladado a Tossal Nou, al comenzar la República; y siguió el tiempo de la guerra y tener que esconderme con el miedo a que me pegaran un tiro».
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Charlamos sentados en sillas de enea, en la habitación donde el sol cruzaba como un rayo el olor a la cocina y al incienso de la misa dominical.
«El Palmar -prosiguió- se me antojó un rincón del cielo donde vivir hasta que Dios me llamara; nunca pensé que la vejez me echara de aquí. Y además descubrí al 'Jesusset de l'Hort', al que le tenían gran devoción; la gente de la isla me hablaban con enorme respeto:
-Lo que voste diga, senyor retor.
-Lo que voste demane, senyor retor.
Y me besaban la mano todos: el alcalde, los patronos, las clavariesas, los afortunados por el sorteo de los 'redolins'».
El viejo párroco, envuelto en el olor de guisos y de incienso, me condujo frente al altar donde se alzaba la imagen policromada del 'Ninyet del Hort', sonriente, precioso, vestido con capa de raso, como un rey mago.
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«Al Niño del Huerto (Ninyet) se le hablaba como a una criatura de carne y hueso: 'Si no em portes be, te castigarem'».
El viejo parroco me despidió con el ruego de que le pidiésemos al 'Ninyet' que pudiera seguir en El Palmar.
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