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El viernes pasado, al cumplirse un mes de la dana, volvió a escucharse una alerta sonora en Valencia. Era similar a la que todos recibimos aquel día, pero, a diferencia de aquella, no pretendía advertir de un riesgo inminente sino de un riesgo permanente. Fue ... una iniciativa de grupos ecologistas para denunciar que un sistema tan sencillo como ése hubiera podido salvar muchas vidas, pero también que lo urgente es tomar medidas para frenar los efectos del cambio climático.
Los expertos insisten en que esas alertas pueden ser eficaces. Las razones son la excepcionalidad de un aviso como ése y la universalidad de un dispositivo como el móvil. Es cierto que se trata de un aparato no solo extendido entre toda la población sino de uso cotidiano y, sobre todo, portátil, es decir, lo llevamos con nosotros allá donde vamos. Su pitido estridente y su capacidad para saltar por encima del silencio que algunos imponemos constantemente al invasor teléfono lo convierten en un modo de avisar óptimo y seguro. De hecho, lo comprobamos en la «segunda dana» que se quedó, gracias a Dios, en un susto y no en una repetición de la tragedia.
Ahora bien, debemos tener presente uno de los datos que proporcionó el TSJ: la mitad de los fallecidos eran personas mayores. Es cierto que, en ese caso, se trataba de personas que vivían en plantas bajas o no tuvieron tiempo ni agilidad para subir a un piso superior. Lo preocupante es que tampoco forman un colectivo especialmente habituado al móvil. Plantear esa solución con los jóvenes es la mejor posible. Darla por hecho con los mayores requiere elementos que la complementen. Algunos de ellos no tienen móvil, no saben cómo usarlo o sencillamente pueden entrar en pánico si se ven solos en casa mientras suena una alarma que les advierte de un peligro inminente. Para ellos, es necesario establecer otros mecanismos que sean no solo efectivos sino respetuosos. Provocar el pánico en una población vulnerable puede tener peores consecuencias que dejarla a su merced. Por tanto, la alarma es una de muchas posibilidades que deben ser evaluadas, probadas y aplicadas con sentido común y sensibilidad hacia los receptores. Quizás deba complementarse con simulacros y formación, acompañamiento y prevención para que, antes de la alarma, los hijos, cuidadores o servicios sociales hayan podido llegar a los domicilios o llamar por teléfono a las personas interesadas para advertirles del riesgo e indicarles cómo proceder sin alarmismos, o bien que la señal acústica se acompañe de mensajes claros sobre qué hacer.
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