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Llevo desde Año Nuevo con catarrazo. Creo que me lo debí de traer de vete tú a saber dónde en el viaje de vuelta de Navidades desde Samarcanda. Varios vuelos y aeropuertos internacionales donde apenas tres o cuatro personas por trayecto llevaban mascarillas fueron el ... caldo de cultivo ideal para contagiarme. Por suerte, soy muy fan de la ciencia y sus vacunas y no me pierdo una en cuanto las anuncian, de modo que, sea lo que sea lo que haya incubado entre mezquitas y madrasas de Uzbekistán, lo estoy llevando con salero y resistencia. Mientras tanto, veo a amigos de esos que pusieron el grito en el cielo cuando me vacuné por ¿sexta? vez de covid andar ahora suplicando turno para ser vacunados ante la perspectiva de un pico notable de gripe. Por entonces me miraban con superioridad intelectual mascullando no sé qué de efectos terribles de las vacunas. Nunca tienen respuesta cuando les digo que han muerto más de covid que de las vacunas preventivas. Infinitamente más. Es lo que tienen las teorías de la conspiración y los terraplanistas, que si la ciencia demuestra que se equivocan, siempre tienen la opción de apelar a que «nos ocultan datos». Con ese mantra, no hay forma de ayudar. Es inútil mostrar la verdad a quien no quiere ver.
Con la mascarilla pasa otro tanto. Para muchos, ver una mascarilla en los otros, en lugar de proporcionar seguridad, crea inquietud. Es inexplicable pero cierto. Lo comprobé precisamente al darme cuenta de que un virus recalcitrante me había poseído con intenciones indecentes. En el centro sanitario no parecía tan raro, pero en el supermercado conseguí que nadie me metiera prisa en la caja y, en el trabajo, me libré de decenas de pares de besos que todo el mundo se empeña en darte para felicitar el año. Yo, en eso, soy un erizo así que he decidido que me la pondré siempre que volvamos de vacaciones.
Frente a mi recuperada afición al bozal, compruebo sin embargo que decenas de compatriotas tosen alegremente estos días sin ponerse ni siquiera el antebrazo como protección, aun cuando estemos rodeados de estornudos, tosecillas y carraspeos invernales. Me pregunto, pues, si la pedagogía realizada en pandemia ha servido para algo. Creí, ilusa, que la mascarilla, el saludo con la mano en el pecho o la renuncia a los dos besos habían llegado para quedarse, pero veo que no. Ni siquiera habiendo vivido lo que vivimos tomamos conciencia de lo importante que es la prevención. Yo, por si acaso, seguiré honrando a la madre Ciencia con mi vacuna anual, mi gel, mi mascarilla y mi distancia social.
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