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París tiene dos símbolos: Notre Dame y la Torre Eiffel. El mundo antiguo, el del Trono y el Altar, y el mundo nuevo, el del triunfo de la ciencia y la técnica. París, capital de la laica Francia, no solo no ha renunciado al primero ... sino que lloró su pérdida y celebra con pompa y circunstancia su recuperación hoy mismo en la catedral dedicada a Nuestra Señora, como las grandes catedrales europeas, también la de Valencia.
El de ayer fue un acto especial porque no era la mera inauguración de un monumento civil ni la consagración de un espacio religioso. Tenía mucho de lo primero y prueba de ello es la invitación de Macron a mandatarios de todo el mundo. Hasta 50 jefes de Estado y de gobierno están en París para la ocasión, entre ellos, Donald Trump que ni es católico ni entiende muy bien la separación entre Dios y la monarquía de nuevo cuño que encarna el presidencialismo populista que practica. También la ubicación del discurso de Macron es una pista respecto al carácter religioso del lugar, muy a pesar del laicismo de las autoridades. Macron habló fuera del templo, en la explanada. Mientras sea una catedral, no tiene lugar el protagonismo político del presidente de la República. Por mucho que se aprovechen del acontecimiento y con razón pues se trata de una joya artística y cultural de Francia, lo que hoy se ha vivido en la 'isla de la Cité' no es como el inicio de unos Juegos Olímpicos ni la apertura de una nueva sede del Louvre. Es otra cosa.
Tampoco es un acto que implique la presencia del papa Francisco, como algunas voces han reprochado. Ayer no se consagró Notre Dame porque no es un templo nuevo ni ha sido desacralizado. Su caso es distinto al de la Basílica de la Sagrada Familia, de Barcelona, a la que sí acudió Benedicto XVI para consagrar la iglesia y el altar. En París el papel del papa hubiera sido como el de un mandatario internacional más, para darle lustre y relumbrón a Macron, pero quedar inmediatamente eclipsado por la presencia del poder con mayúsculas. El acto de ayer, en realidad, no era religioso. Ése fue, mucho más discreto, protagonizado por la imagen de Nuestra Señora en su vuelta a la catedral a la que da nombre. Apenas unos centenares de fieles, con velas y cánticos, acompañaron a la imagen al atardecer en un acto presidido por el arzobispo, que tiene allí su cátedra. Lo de ayer era un acto mundano que pone en valor uno de los templos más famosos de Europa como símbolo y corazón de la laicísima Francia. Y su reapertura nos permite a todos compartir el asombro de los europeos del medievo.
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