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Pero, ¿quién habla de las europeas?

En España sigue predominando un sentimiento de reverente distancia con Europa porque somos conscientes de haber estado ausentes de la construcción europea durante dos siglos

Rubén Martínez Dalmau

Sábado, 30 de marzo 2024, 23:53

Si uno se da una vuelta por Francia, Italia o Alemania en estos días verá que las campañas electorales están presentes por todos los lados: en las tertulias de café, en la prensa o en las redes sociales. Pero no se trata de las elecciones ... internas, sino de las europeas. Esas que se celebran en toda Europa cada cinco años en días cercanos, y que en esta ocasión será del 6 al 9 de junio próximos. En esos cuatro días los veintisiete países de la Unión Europea irán a las urnas para decidir quiénes serán las 705 diputadas y diputados al Parlamento Europeo. España elegirá el mayor número de personas parlamentarias en sus casi cuatro décadas de pertenencia al club europeo: 61 escaños. La razón del aumento en el número fue la reasignación de los escaños tras la salida del Reino Unido de la Unión Europea a causa del Brexit.

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Decía lo de la presencia en determinados países europeos de un clima electoral europeo porque está en las antípodas de lo que ocurre en este país. Aquí se habla de los indultos, de las fianzas, de las elecciones vascas y catalanas, de muchas cosas más o menos importantes y coyunturales. Pero ¿quién habla de las europeas? Si no fuera por la última carta jugada por Podemos para salvar a Irene Montero de la quema presentándola como cabeza de lista para el parlamento de Bruselas, pocos se acordarían de que dentro de unas semanas estaremos ante unas elecciones cruciales que van a determinar el rumbo de Europa de, al menos, los próximos cinco años.

Siempre me ha llamado la atención este poco interés que despiertan las elecciones europeas en un país como el nuestro, que es determinante en la generación de políticas públicas continentales. Por alguna razón que todavía no acabo de entender, las europeas no despiertan el interés que debían despertar por su importancia. 450 millones de personas que constituyen un espacio democrático, paradigma de derechos, y que producen conjuntamente una gran parte de la riqueza mundial, merecería mucho más interés.

En el quinquenio que se estrenará se tomarán decisiones que nos influirán el resto de nuestras vidas

En el quinquenio que se estrenará con las elecciones de junio, el 2024-2029, se tomarán decisiones que nos influirán durante el resto de nuestras vidas y afectarán a la vida de nuestras hijas y nuestros nietos. Un ejemplo está en el Plan verde europeo, ese ambicioso proyecto pre-covid que, bajo las alas de los enfoques ecocéntricos promovidos por Naciones Unidas, se marcó el objetivo de frenar el cambio climático y conseguir la neutralidad climática en el continente europeo en 2050. Una victoria, pongamos por caso, de las candidaturas euroescépticas, llevaría al traste las medidas necesarias para la descarbonización y la búsqueda de una mayor armonía con la Naturaleza. La Ley de Restauración de la Naturaleza y las dificultades para su tramitación nos dan pistas de hacia dónde pueden llevarnos las posiciones negacionistas. Mientras los terraplanistas buscan el borde del mundo, los científicos nos advierten de que o actuamos ya o no habrá vuelta atrás. Y lo que se decida depende en buena medida del Parlamento europeo que se conforme el próximo mes de junio.

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Por no hablar de nuestro espacio de convivencia. Que la Unión Europea ha sido un éxito desde su inicio, hoy en día es indiscutible. Si el objetivo político número uno era conseguir la paz en un continente que no la había experimentado desde que tenía uso de razón, ahí están los resultados: más de setenta años de paz entre las potencias que habían escrito las páginas más negras de la historia del mundo. La ampliación de la Unión Europea, es decir, quiénes conformarán nuestro espacio común, también se decidirá en los próximos años. En 2030 los veintisiete países actuales podrían alcanzar el número mayor de su historia, treinta y cinco, y entre ellos pueden estar Turquía, Albania, Bosnia-Herzegovina o la propia Ucrania. La decisión final se tomará en los próximos años.

No es un lugar común insistir en que en estos momentos una gran parte de las decisiones que nos afectan cada día se toman en Europa. Es así. Y los europeístas entendemos que debe ser así, porque el avance hacia una Europa federal es una realidad material que nos proporciona mejores condiciones de vida, puesto que los problemas globales solo pueden solucionarse globalmente. Quienes somos algo más adultos recordamos los problemas recurrentes de una Europa en blanco y negro en la que atravesar las fronteras era un infierno y la heterogeneidad monetaria favorecía a los especuladores y hundía economías de la noche a la mañana. Afortunadamente, todo ello quedó atrás. La Unión Europea se ha mostrado, incluso con sus debilidades, un modelo de éxito, y aunque sus condiciones son difícilmente reproducibles en otras latitudes, no deja de ser ejemplo de procesos de integración en todo el mundo. En España sabemos muy bien la diferencia entre estar dentro y estar fuera del grupo europeo; por ejemplo, seis años de aumento en la esperanza de vida entre 1986 y 2022.

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Por eso no acabamos de explicarnos la falta de interés en las elecciones europeas. Fíjense que son las más democráticas que se convocan en el país, puesto que se vota en circunscripción única y, a diferencia de las autonómicas o estatales, todos los votos valen igual, se vote en Santurce o en Pilar de la Horadada. Ya no existe la excusa, que podría existir antes del Tratado de Maastricht de 1992, de que el Parlamento Europeo es un órgano consultivo sin poder real en la decisión continental. Hoy en día no puede aprobarse una ley, o la incorporación de un nuevo Estado miembro, sin la aprobación del Parlamento, y la propia Comisión Europea depende de él en la investidura y siempre con el riesgo de poder ser censurada. ¿Cuál es, entonces, la razón que prima en el desinterés que solemos manifestar respecto a las elecciones europeas?

Tengo mi propia hipótesis, que es subjetiva y necesitaría ser contrastada, pero no es descabellada. Considero que en España sigue predominando un sentimiento de reverente distancia con Europa porque somos conscientes de haber estado ausentes de la construcción europea durante dos siglos, lo que ha modificado la naturaleza de la relación con Europa. El ancho de vía ibérico, que nos ha alejado de la conexión ferroviaria respecto al resto del continente, es la metáfora perfecta de las limitaciones de mente que se celebraban la idea de que Europa acababa en los Pirineos. Durante los años cincuenta, cuando en el corazón de Europa Occidental se avanzaba hacia la construcción de democracias sólidas y Estados del bienestar, nosotros y nuestros vecinos del Sur -Portugal y Grecia- experimentamos la crueldad y las miserias del fascismo, que tanta repercusión ha tenido en la autoestima y el pensamiento social de nuestros pueblos. En nuestro caso, más de una década tuvo que pasar entre la muerte del dictador y el ingreso en las entonces denominadas Comunidades Europeas. Entramos en Europa cuando ya todo estaba encarrilado y, lo principal, cuando los países fundadores llevaban treinta y cinco años aprendiendo cómo superar los obstáculos para avanzar en común. Nosotros nos subimos al autobús en marcha y nos sentamos discretamente en la última fila.

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La realidad hoy en día ya no es esa, desde luego. Al contrario: los aportes con los que contribuido a la construcción europea han sido relevantes, y hemos participado activamente de muchos acuerdos decisivos que nos han hecho ser quienes ahora somos. En muchos casos hemos pasado a copilotar el autobús. Pero en el pensamiento colectivo sigue presente esa distancia reverencial con Europa como si eso no fuera con nosotros, como si no tuviéramos mucho que decir. Por eso es tan importante hablar de las europeas. Y cuanto más hablemos, mayor capacidad tendremos de participar en el proyecto de la Europa que seremos.

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