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Supongo que, a fin de cuentas, el arte acaba siendo un refugio y una especie de consuelo ante las agresiones del entorno. Siempre que nos ponemos a rascar en las entrañas de aquellos que pintan, bailan, escriben, cantan o hacen fotos aparece una capa de ... pintura, una huella, un rastro de algo que pugna por salir y que, en algún momento, fue mutilado por algo o por alguien. Puede que no siempre sea así porque, pensarán algunos, esta hipótesis vendría a concluir que no existen artistas felices lo que, de paso, nos llevaría al debate sobre quiénes son artistas de verdad y quiénes no. Para salir de ese pantano dialéctico y huir de las garras del éxito, resulta complejo proponer a un triunfador millonario como pésimo artista, hace tiempo que me propuse no confiar en nadie que no haya tocado fondo. Puede parecer una perspectiva muy pesimista, lo es, e influenciada por muchas lecturas de seres humanos que acabaron con sus vidas antes de tiempo o que lograron alcanzar el fin de sus días con duros esfuerzos. Pero es la mirada que me resulta más convincente. Tengo una ex que a mi parte de la biblioteca, yo nunca puse apodo a la suya, la llamaba irónicamente «los estantes de la alegría». Pero creo con más certeza, según pasan los años, que no hay mayor verdad ni fortaleza que la de aquellos que luchan como pueden por construir la belleza con sus manos o sus cuerpos cuando a duras penas pueden sostener su existencia íntima. Pagan un precio por ello pero logran ser esa chispa que nos ilumina en la mediocridad de una noche cualquiera. Ser artista de verdad resulta, de este modo, un acto de generosidad ilimitada. Porque una vez llegados al fondo lo más sencillo resulta quedarse quieto en él hasta que no quede ni un milímetro de oxígeno.
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