El árbol generacional

De vez en cuando me asalta por las redes sociales algún comentario malintencionado (al final internet parece servir especialmente para eso) sobre la injusticia que supone que algunos jubilados cobren tanto dinero y muchos jóvenes tan poco. Opiniones que ocultan, bajo una tosca demagogia, el ... intento de quebrar un modelo que, con sus defectos, ha permitido que cientos de miles de familias salieran adelante desde la miseria de la posguerra a fuerza de endurecer la piel y renunciar a casi todo. Pienso en mi padre, que comenzó a trabajar a los ocho años. En mi caso fue a los catorce, y no soy tan mayor, aunque esté en la generación que ahora llaman «de plata». A todo hay que ponerle nombre. Me alegro mucho de que mis hijas hayan podido estudiar sin agobios, también de que conozcan muchos lugares recónditos de este planeta con los que yo sólo pude soñar mientras leía algún libro. Me hace feliz ver que sus vidas, por ese lado, están siendo mejores que la mía y, desde luego, que la de sus abuelos. Siempre, en estas argumentaciones de barra de bar, se habla del dinero y de las posesiones materiales. Pero no del precio, ni del sacrificio, ni del sufrimiento. Ni tan siquiera de la entereza necesaria para afrontar los vaivenes de la vida. Es cierto que los jóvenes están perdiendo muchas cosas, salarios justos, viviendas accesibles, salud y educación públicas de calidad. Una larga lista. Pero también lo es que han recibido, y recibirán, mucho más que otras generaciones. No han pasado, en general, mayores penalidades que tener que elegir ente una marca de ropa u otra. Aunque llega un día en el que el mundo de los adultos se hace presente y hay que dar el salto sin saber si abajo hay red. Ánimo. Nos ha pasado a casi todos.