Los políticos andan siempre obsesionados con la posteridad, como si su labor fuera similar a una obra de arte que ha de permanecer a la vista de la sociedad para admiración de las generaciones venideras. Y esa chispa de egolatría nos cuesta a los demás ... una buena cantidad de millones cada año, a nosotros, que somos eso que llaman «el pueblo» o «la gente». Los sufridos ciudadanos, sujetos pasivos de vendeburras de medio pelo o ampulosos constructores de decorados, de «marcos incomparables» para superficiales fotografías. Siempre hemos de contemplar cómo llegan unos con la piqueta a romper lo que hicieron los anteriores con el martillo sobre lo que rompieron sus predecesores con una excavadora, en un ciclo fallero de creación y destrucción recubierto ideológicamente con unas gotas de «modelo de ciudad» y otras de puro narcisismo. Así está organizado el sistema, es un mecanismo que asegura miles de toneladas de folios de propaganda a cada uno de los que llega a un cargo. Y, ojo, que estos son los buenos. Los que remodelan y construyen plazas, edificios y carreteras. Que la mayoría pasan mañanas y tardes sin otro empeño que pasar las mañanas y las tardes. Mano sobre mano. Son cuatro años. Los dos primeros se destinan a una lenta toma de contacto con la realidad, una reunión por aquí, otra por allá. A ver esto cómo está. A ver este qué dice. Luego se piden unos informes a los técnicos, que para eso están y se emiten comunicados llenos de conceptos positivos y vacíos. Los dos siguientes se destinan ya a elaborar promesas sobre lo que se va a hacer, a decir que se va a poner en marcha esto y aquello. En algún caso a apoyar a aquellos que quieren ser recordados por su obras y a los que, tal vez, les pongan una calle.
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