Llega la fiesta

Una de mis gatas, que se llama Cattana, la de la foto, se pasa las fiestas escondida bajo la cama. Tengo otra más joven, que se llama Mina (siempre uso nombres de cantantes a los que admiro, es una larga historia) y no sé cómo ... reaccionará a los petardos. Pero lo intuyo y me entristece. No por eso formamos un hogar de antifalleros, que conste, aunque la observación de mis queridas compañeras me lleve a pensar que los animales a menudo nos ayudan a contemplar la vida desde otras perspectivas, a tener en cuenta a aquellos que nos rodean si, en especial, nuestras acciones les afectan de alguna manera. La diversión de unos a menudo es el sufrimiento de otros que, sin hacer dramas, han de pasar por el aro sin quererlo. Nada nuevo bajo el sol, etcétera. Lo que más lamento, en realidad, es que durante unos días, al abrir la puerta de casa, no vendrán a recibirme como suelen hacer cada noche. No son unas locas del cariño, pero tienen sus detalles (que me gustan), como asomar el hocico por la puerta nada más la abro y dejar que las acaricie unos segundos mientras miran de reojo la puerta de la nevera tras la que se esconden algunos tesoros gastronómicos y felinos. Tampoco me gusta verlas asustadas y temerosas porque, cada una en su sitio, a Cattana le gusta el calor y a Mina correr detrás de un ratón de juguete, forman parte de un equilibrio importante para mi modesta vida de fotógrafo de provincias. Nunca mejor dicho. Ojalá encontrar un refugio contra el ruido. No sé si lo he dicho, pero sufro de hiperacusia, seguramente por una exposición excesiva a volúmenes altos de sonido causados por mi pasión por la música en directo o enlatada. Vaya usted a saber. El asunto es que llega la fiesta y por unos días jugaremos a escondernos.