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Entre los artistas abunda el deseo de la inmortalidad. De eso que un día escuché a un famoso pintor madrileño, ya desaparecido, mientras comíamos algo cerca de la casa de la también finada Ouka Leele (doña Bárbara, que la llamaba el portero de su finca ... pija cuando te presentabas en el portal). Dijo el artista célebre, a quien no nombro porque siempre me cayó mal, que su mayor preocupación era trascender y un servidor, siempre presto a meter dedos en las llagas, le explicó que en realidad ese verbo significaba hacer que tu olor (el suyo no era desagradable, dicho sea de paso) llegara lejos. En fin, me parece que poca gente se acuerda de él a estas alturas y que una vez eres pasto de los bichos o las llamas o las vacas poco te ha de importar lo que piensen los demás de tu persona o de tu obra. Eso no es obstáculo para que uno guarde sus cosas, su obra, si nos ponemos intensos; o trate de exponerla en minimalistas espacios donde el resto de mortales pueda admirar esto o aquello o lo de más allá y decir cosas interesantes o tonterías. Los artistas tienen eso, que dejan cosas hechas, no como un conductor de autobús o una cajera de supermercado, que pueden ser brillantes en lo suyo, incluso geniales, pero no tienen la posibilidad de dejar un legado que guardar en un mueble o colgar de la pared. La vida es injusta en eso, aunque para eso se han inventado eso del patrimonio inmaterial, que viene a ser un registro de lo intangible o un aroma viajero registrado en la memoria, algo intocable, inasible, más colectivo que individual. Pero el tiempo, finalmente, pondrá todo en su lugar y poco a poco irá consumiendo los objetos del mismo modo que se tragó a sus creadores hasta formar un paisaje melancólico cubierto de maleza.
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