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Uno de los asuntos más fascinantes, desde mi punto de vista, es el de la intendencia. Porque en el otro lado del oropel siempre hay unas manos listas, unos mentes previsoras, unos cerebros que organizan e improvisan soluciones rápidas y eficaces. Paso por mi antigua ... plaza y lo compruebo, un clásico de toda fiesta, el caso de la niña que se mea y no se puede aguantar, como todos los que somos padres de niñas (me falta experiencia con chicos en este aspecto concreto). Así que hay que bajar rápido toda la ropa, como hace la madre que contemplo con cierta melancolía, apoyar a la criatura en nuestros muslos, tomarla de los suyos y levantarla para que el parruset (orientado al Este, si no me fallan los cálculos) deje salir el chorro formando una parábola perfecta hacia la humilde alcantarilla que en mitad de la calle desierta por el horario y la estrechez acoge sin problemas el alivio infantil, que humedece el hierro en donde dice «Fundición Fabregas Igualada C 250 EN 12» (ignoro el significado de tan elaborada nomenclatura), mientras el lado contrario, con la leyenda «Any 2010» queda seco como estaba. Problema resuelto. Uno más entre millones. Porque cada ser humano vestido de fallero, en especial de fallera, es una máquina de producir retos de ingeniería. Y no me refiero sólo a las previsiones meteorológicas, la lluvia en especial, que ya son en si toda una ciencia. Entramos aquí en la compra y acarreamiento de fundas de plástico transparente (para que se vea lo de abajo), el cuidadoso secado de la prenda si hemos fallado en el capítulo anterior (no hay que usar secador, según me dijo mi vecina Amparo hace tiempo, pero no recuerdo el origen del consejo). Eso, que está, si dividimos las casuísticas, dejando a un lado las fisiológicas, ya descritas, el asunto de los ajustes: lo que se suelta, se cae, se rompe, se ensucia o se engancha, bien sea parte del atuendo elaborado con tela o de la parte metálica, peinetas, joyas, collares, agujas y carambas. Luego viene la parte del avituallamiento, porque hay que prever desayunos, comidas, repentinos ataques de sed y un probable etcétera de situaciones, dolores de cabeza, malestares imprevistos, lesiones leves pero molestas. Y eso sin hablar del transporte de comisiones, la compra de flores y toda la organización nunca bien valorada que se precisa para mantener un casal a flote, en perfecto estado de revista y con sus estandartes y banderines de premios (nunca son suficientes) lustrosos como aquel día que fueron recogidos con orgullo marcial en la plaza del Ayuntamiento.
Todo esto no se ve pero está. Porque como dijo Spinoza en su Ética (nunca pensó en ser citado en relación a la fiesta valenciana, pero para eso estoy yo) «si dos cosas no tienen nada común entre sí, una de ellas no puede ser causa de la otra». El brillo precisa de su lado oscuro como el espejo de su azogue. De modo, estimado público, que un respetuoso saludo a todos aquellos (suelan ser más aquellas) que velan por la perfección de los rituales, el destello de los metales, la limpieza de las superficies y el acomodo de las sedas bordadas, también para la señora que mientras escribo estas líneas en una terraza de bar pasa tirando de su can, empeñado en olisquear a fondo las esquinas, y le dice con voz cansada: «Luis, por favor...».
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