Acabo de traspasar sin remedio la barrera de los sesenta años. Pienso que la vejez es una especie de regalo a poco que miremos hacia atrás y a nuestro alrededor, dado que la mayoría de los seres humanos no llegan a convertirse en eso que ... llamamos gente mayor y que haciendo una cuenta aproximada, porque el contador de la muerte siempre está en movimiento, hasta la fecha han abandonado el planeta unos 109.000 millones de personas o, dicho de otro modo, por cada uno de los que todavía gozamos del privilegio de levantarnos cada mañana hay unos catorce que ya no lo pueden hacer. Todo esto, claro, porque ahora somos muchísimos (unos 8.000 millones en 2022) porque en prolongados periodos de la historia de la Humanidad toda la población del planeta equivalía a la de una cuidad grande de las de ahora. Nunca antes le había dado una vuelta a este tipo de cuestiones, la verdad. Será porque busco algún tipo de consuelo ante el avance del tiempo, una especie de consuelo que me permita afrontar los últimos años con serenidad y sin aspavientos. De modo que, agradecido a los catorce que ya no están para que ocupe yo ahora el puesto de vivo, quiero aprovechar cada minuto para hacer, en la medida de lo posible, lo que me dé la gana. Comenzando por recomendarles que se lean algo sobre la vida de Fritz Haber, un judío (los genios suelen serlo) que desarrolló armas químicas que costaron cientos de miles de vidas, entre ellas la de su mujer, Clara Immerwahr, también química, que se suicidó ante él como protesta por las consecuencias de su trabajo. Gracias a Haber (y Carl Bosch) se sintetizó al amoniaco, se pudieron abonar los campos y llegar a ser, en un ejercicio de malabarismo, tantos como somos ahora.

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