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Ernesto defiende mayor precio para sus naranjas, lo que produce, como Lola esgrime lo mismo para sus cebollas, su principal cosecha, y Alberto coincide en tal reclamación para los huevos de su granja de gallinas ponedoras.
José Enrique no tiene naranjas, ni cebollas, ni huevos: ... es administrativo en una fábrica y compra todo lo que come, por lo que aspira justo a lo contrario: que no le suban los precios.
El debate es eterno. Cuando se juntan y sale el asunto a la palestra, a José Enrique siempre le dicen lo mismo: «Que nosotros no te subimos los precios, eso es la especulación en la cadena comercial, porque a nosotros nos pagan bien poco».
Aunque José Enrique, que de cuentas sabe, tiene una cosa clara: «Si a vosotros os pagan más no será lo mismo que si os pagan menos; si de partida ya está en nivel alto, al sumar el resto llegará mayor precio a pagar el consumidor, que soy yo; así que es natural que en esto tengamos intereses contrapuestos».
El otro día, José Enrique cayó en la cuenta de que «en realidad todos somos consumidores; todos compramos aquello que no producimos». Y cuando se reunió con los otros se lo soltó: «Alberto no tendrá que comprar huevos, porque los tiene en su granja, pero sí cebollas y naranjas, y no querrá que se las cobren más caras. Y el mismo caso será para los otros dos, y así sucesivamente». Y de este modo completó el razonamiento: «Ernesto quiere que le paguen más por sus naranjas, pero no que le salga más caro comprar cebollas y huevos, como Lola busca mayor rentabilidad para sus cebollas pero preferirá más baratas las naranjas y las docenas de huevos».
Se miraron los otros tres, dudaron, intuyeron que había gato encerrado y concluyeron: «Nosotros queremos precios justos tanto para lo que producimos como para lo que no tenemos y compramos».
La escena se repite hasta la saciedad y siempre desemboca en la misma entelequia: lo del precio justo. Pero ¿quién determina qué es justo? La ley del mercado, el tira y afloja permanente entre oferta y demanda, con todos los condicionantes de prisas, miedos y necesidades de unos y otros, de cada parte. Y nunca confluyen los dos lados en lo mismo. Por naturaleza, quien vende quiere más y quien compra prefiere pagar menos, aunque la obligación de concluir y seguir adelante obliga a todos a llegar a un punto de acuerdo.
En esta disquisición eterna parece inútil la pretensión de que se establezcan precios mínimos oficiales (si sobra producto, ¿quién paga?; es utópico). Una opción plausible para minimizar riesgos es producir lo que previamente se acuerde o contrate, porque eso supone que lo producido tiene cabida en la cadena con aceptación de precios.
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