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El día que Castellano iba a ser detenido, LAS PROVINCIAS aguardaba, cerca de su domicilio, para comprobar si todo era un bulo o la difusa información que horas antes había llegado a la redacción, era cierta. Juanjo Monzó, eterno fotógrafo de la casa, fue el ' ... elegido' para el madrugón. Si aquello era veraz, más valía ir con tiempo. Así que sobre las cinco y media aproximadamente llegamos a la avenida principal y aparcamos el coche. Lo suficientemente cerca de la vivienda, la casa del que fuera también alcalde, pero a una prudente distancia para pasar desapercibidos si es que, en algún momento, esa circunstancia se convertía en necesaria. La espera se hizo larga, como todas. Al exfumador le cuesta recordar momentos con humo. Pero seguro que, por las fechas, algún cigarro se encendió en el paso del tiempo. Acudimos a por un cortado en un bar próximo a la casa de Castellano. Dos elementos extraños incrustados en una atmósfera de parroquianos y algún que otro cazador que abría estómago con vitaminas en vaso corto. Aquella era una etapa loca en la que los asuntos de corrupción del PP se sucedían sin descanso. Uno tras otro, las operaciones policiales hicieron que la UCO y la UDEF fueran conocidos para la audiencia. O al menos para un lector o espectador con cierta inquietud por los asuntos públicos. El matiz es importante. Pero aún así la capacidad de asombro, en los medios, la política y la ciudadanía, seguía intacta. ¡Pero cómo no iba a sorprender el hecho de que el delegado del Gobierno fuera detenido en su propio domicilio! Eran días de estrés en aquella Fiscalía Anticorrupción.
Pasamos cerca de hora y media en el coche. En el tedio, recordé a Monzó una publicación que tenía por casa. Una fotografía en la explanada de Nuevo Centro –el primer centro comercial de Valencia– en la que aparecía sentado con el rey Baltasar. Quién nos iba a decir que 30 años más tarde, estaríamos ambos, fotógrafo y modelo, en un coche, al alba, a la espera de una expectativa. La coincidencia daría para una última historia de Auster.
Un automóvil se detuvo a unos metros. Iban dos y miraron. Comprobaron la matrícula –me enteré más tarde– y siguieron a lo suyo. Eso no podía ser casual; anticipaba que la información iba a ser cierta. Por fin, minutos antes de las ocho, la comitiva judicial avanzaba por la calle. La imagen resulta tan peliculera como verídica. Serafín iba a ser detenido. Llamaron al timbre. Castellano, despeinado, asomó por una pequeña ventana. ¿Quién iba a llamar a su casa a las ocho de la mañana? Ese día el coche oficial ya había sido advertido de que no debía acudir. Lo que ocurrió exactamente en aquella casa lo conocen los agentes, el fiscal, el juez y la familia. Hubo momentos de derrumbe, también de recomposición. Y lágrimas. Una montaña rusa ante semejante intromisión en su vida, lógica y comprensible. Al cabo de un rato salió una joven y abrió la puerta del garaje: «Hijos de puta», lanzó. Sin sentir culpa, desarrollamos una empatía casi inevitable. La entendimos a la perfección. Habríamos dedicado el mismo improperio de estar al otro lado. Una reacción que es producto fundamentalmente de la tensión. Pero ni ella ni nosotros éramos responsables. Ahora ha llegado el momento de conocer si Serafín tampoco lo era.
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