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VIDAR NORDLI-MATHISEN

La profecía de los camareros

Sucede que estas cosas, de escasas solideces, tal como llegan se van. Desaparecen como un suspiro. Si las urnas giran hacia el otro lado, adiós a barcos y coches

JESÚS CIVERA

Miércoles, 15 de enero 2025, 23:18

Está ganando enteros a velocidades orbitales aquella calificación de «un pais de camareros» que predijo Joan Lerma cuando apenas se oteaban algunos cambios en sus políticas, ya bajo el reinado de Zaplana y a la sombra del imperio del sol, la playa, las terras míticas y los chiringuitos repletos de rubios y rubias de ojos azules. Aquel modelo que animó Zaplana, tal vez ante la inexorabilidad declinatoria de los tiempos, lo extendieron hasta niveles casi científicos los posteriores presidentes de la Generalitat de sus mismas siglas, e incluyo a la alcaldesa Rita Barberá entre la nómina porque no se entiende Camps sin Rita ni Rita sin Camps (en el caso de que uno pretenda la tediosa labor de explorar la arqueología reciente de esta geografía, tan dada a las llamaradas ruidosas). Había que colocar a Valencia, y acaso a la CV también, bajo todos los focos del planeta tierra, y esa carrera luminosa amparó carreras de coches y carreras de barcos, y carreras de divos y de divas, cantantes y no cantantes, lo mejorcito de todas las carreras y carrerillas del cosmos mundial. La patria es la patria, y no iba a ser Valencia menos que París o Nueva York. Sucede que estas cosas, de escasas solideces, tal como llegan se van. Desaparecen como un suspiro. Si las urnas giran hacia el otro lado, adiós a barcos y coches. Si la deuda dice hasta aquí hemos llegado, adiós también. Si alguien de la aristocracia del dinero puja más alto y se lleva estos espectáculos a su tierra, adiós igualmente. En fin, mil cosas. Lo mismo ocurre con las masas turísticas, tan volátiles y frágiles. Ahora mismo la tragedia de la dana casi vacía Valencia de visitantes. La inestabilidad de ese motor económico se hace patente de nuevo, al igual que ya sucedió con la pandemia. Un motor atravesado por el sobresalto, de intermitencias y fugocidades cardíacas.

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La chispa premonitoria de Lerma, visto lo visto, no fue una metáfora/síntesis profética, sino que contenía una polisemia como muy universal (lo univeral viene siempre de lo local, ya nos lo enseñó Proust). O sea, que tan gigantesca es la oferta de hostelería entre las esquinas del patrimonio monumental del 'cap i casal', y tal es su semejanza con todas las esquinas del patrimonio monumental del mundo, que uno cree firmemente que Eva Blasco, la presidenta de la CEV-Valencia, bien podría impulsar un premio diario para todos aquellos comercios del centro histórico que hayan resistido atricherados la colonización hostelera última. Un premio al valor, como en la infantería. ¿Alcanzaría a repartir 50 premios? No creo. La enorme dilatación de la oferta hostelera en Valencia tiene su revés, que estudian los sabios economistas: al emerger sobre cimientos poco firmes, en cuanto las masas se evaporan, o se restringen, sufre como una tripa con mil demoninos dentro. Sus quejas, entonces, sacuden la armonía social. La ecuación es cruel: más turismo, más hostelería. Pero cuando el turismo reduce sus ansias, el crujido hostelero es estremecedor.

Cada pueblo es dueño de su destino, y el nuestro eligió al vecindario foráneo como epítome de un futuro esperanzador, quizás ante nuestra incapacidad natural de no avanzar en algún sector económico que no fuera el que rodea al de los servicios. Ni esto ha sido la cuenca del Rin-Ruhr, para entendernos, ni es el territorio de las virtualidades tecnológicas californianas, ni tampoco parece que sea el de los chips de los mares del sur asiásticos. En los ochenta se vislumbró otro camino en las políticas industriales, o al menos se intentó, pero uno cree que la mitificación antropológica (de dónde venimos), el impulso político (en busca de lo inmediato y electoral) y el transporte barato acabaron venciendo, y a partir de entonces se volvió a lo que mejor sabe hacer esta tierra, lo ancestral, es decir, 'lo nostre'. Comprar y vender. El comercio primitivo. El inmemorial trasiego de productos. Solo que ahora en lugar de vender y exportar naranjas y caquis, o despachar pescado del Cabanyal en la plaza del Mercat, lo que 'compramos' son turistas. Vienen masas humanas, gastan mucho o poco, regresan a sus saloncitos indígenas, y la rueda vuelve a comenzar. Sencillo, cómodo. País de comerciantes (la burguesía de aquí pasó del comercio a las finanzas sin escala en la condición productiva, con las debidas excepciones) y, ahora, país de hosteleros. Ni las izquierdas de Ribó frenaron la proliferación malthusiana de bares y apartamentos.

La inestabilidad de ese motor económico se hace patente de nuevo, como ya sucedió con la pandemia

El modelo, claro, tiene su contrapartida diabólica. Temporalidad en el trabajo, burbuja que bien se puede desinflar debido a los factores externos (la pandemia, conflictos bélicos, países pujantes de ofertas similares...), vivienda urbana a precios desorbitados, éxodo vecinal de los centros históricos, molestias residenciales, pérdida de identidad, merma cohesionadora, metamorfósis acelerada del paisaje urbano, en fin, levedad económica en un mercado singular, etéreo y heterogéneo. Riqueza hoy, sí. ¿Mañana?... Mañana, Dios dirá. Dios o el cielo. Como toda la vida. Como dicta la caracteriología valenciana. ¿Es que acaso durante siglos no ha pedregado cuando el arroz y la naranja y los olivos y las vides estaban al punto de cosecha? Ya nos apañaremos. O ya mutaremos galopando sobre la «destrucción creativa» de Schumpeter, por decirlo a lo grande.

Eso sí, la política está para ajustar, atemperar o corregir los abusos y desmadres, y sobre todo para analizar los fenómenos multiplicadores, por si las moscas económicas los desinflan. Como sabían hasta lo golfillos de Baroja, siempre hay que tener un plan B. La anterior consellera de turismo confundía el análisis de la condición singular del fenómeno turístico, y sus objeciones, con la xenofobia, olvidando que la xenofobia, para serlo, ha de incorporar en su raíz una posición de dominio, y aquí parece que es el turismo el que domina: solo hay que ver los decretos últimos, que cuidan a los foráneos como antiguos reyes babilónicos. Al vecindario se le protege también, pero de otra manera: como provectos árboles centenarios o animalitos del Señor amenazados de extinción. El otro día, en la calle Turia -que no está al lado de la Lonja, precisamente- un cartel advertía: 'Vecinos en peligro de extinción'. Tal cual como el aguilucho cenizo, que paralizó las obras del aeropuerto de Castellón, debido al peligro que comportaba para la especie la alteración inesperada de su periodo de nidificación. Dicho lo cual, uno es enormemente partidario del turismo, a ver qué otra salida hay, no vamos a descender al estadio de los cazadores/recolectores. Somos ya todos turistas después de pasar la enfermedad postmoderna, bien de nuestros espacios, bien de nuestras almas. Las ciudades oscilan, se tambalean y regresan a sus mitos originales. Antes, los pescadores del Cabanyal, los agricultores de la huerta, el personal que bajaba de Teruel pastoreando a los pavos por Navidad, todos vendían y compraban en la plaza del Mercat, a los pies de la Lonja, donde gritó El Palleter. Ahora, en esa misma plaza, los señores turistas sacan sus fotos y se besan, enamorados y felices. Polvo seréis, más polvo enamorado. El mundo cambia. La vida continúa. Sólo hay que rogarles a los señores turistas que no se amontonen.

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