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Las redes sociales, como las personas, están más dotadas para fabular que para observar. Con ellas llega la comunicación sin periodismoPublicado en la edición impresa del domingo 29 de octubre de 2017.
Como los periodistas vamos últimamente llenos de complejos, cuando queremos hablar de lo nuestro, acabamos hablando de otra cosa. En vez de dedicar unos minutos a explicar lo que hace un periódico, cumplimentamos el rito de especular sobre lo que no es un periódico. Sorprende el escándalo, la inquietud y el malestar que se está extendiendo en las sociedades modernas a cuenta de la postverdad y las noticias falsas que se difunden por las redes sociales. Sorprende que se les pida a los legisladores o a los propietarios de esas compañías tecnológicas que impidan que se transmitan mentiras por sus plataformas. Porque están pidiendo un imposible.
Si algo es el ser humano es un ser fantasioso, con una capacidad innata para inventar. Seguramente esta es su primera característica vital. Hasta la neurología ha corroborado ya lo que supimos siempre: que las personas estamos genéticamente más dotadas para fabular que para observar. Alguien dijo aquello de que «lo más profundo en las personas es la piel». Por eso, nada tiene de extraño que un invento humano y formidable y reciente como las redes sociales sirva mejor para propagar emociones y fantasías que para propagar hechos.
No cabe imaginarse que uno pueda salir de un taxi escandalizado y resuelto a no usarlo nunca más porque el taxista le ha mentido sobre las noticias de la radio; sobre el tal Puigdemont o el último partido del Valencia. El taxista está ahí para llevarnos al destino que queramos, de la mejor manera posible; con seguridad y confort, pero no solemos exigir rigor e imparcialidad a sus palabras. Como mucho nos podrá molestar su parecer, y eso se arregla pidiéndole por favor que se calle; o que lleve sus reclamaciones al maestro armero, o sus quejas de taxista al concejal de Inmovilidad.
Por lo mismo, no cabe imaginarse que alguien pueda dejar de acudir a su bar favorito, donde ponen el café más negro, la caña mejor tirada o la tapa más sabrosa, porque ha descubierto, horrorizado, que el camarero o los parroquianos de la barra mienten sin rubor sobre los asuntos públicos. Por supuesto, damos por descontado que en un bar se vierten opiniones personales y subjetivas, cuya relación con los hechos y no digamos con la verdad puede ser distante. Al bar se va a beber y a comer bien, a estar bien acompañado, y a relacionarse con los demás, y es verdad que nos pueden molestar algunas opiniones, en cuanto que son opiniones de las que discrepamos, pero no porque las consideremos mentiras.
Sin embargo, pedimos a las redes sociales, el más complejo sistema de interrelación humana desarrollado, que cumplan un imposible, que actúen fuera de la lógica de su naturaleza. Las redes sirven para otras cosas estupendas. Pero no son medios de comunicación. Sirven para entrelazar personas, ideas, pasiones, hábitos, identidades, intereses comunes, afinidades. Pero ahora nos inquieta que, en el plano del espacio público, no generan pluralidad, ni debate, ni contraposición. Todo lo contrario, reducen el debate drásticamente mediante una intensa retroalimentación de las opiniones propias. Los usuarios hacen comunidad con los que piensan como ellos y rechazan a los contrarios. Te conectas para reforzar tus posiciones, para estar con los que piensan como tú. De tal manera que cuantos más bits de información circulan, menos se sabe y más fácilmente fluyen las mentiras, los fakenews y la postverdad.
Hace menos de una semana dijo Donald Trump a la Fox: «no estaría aquí si no fuera por las redes sociales». Lo tiene claro; las redes son grandes propagadores de sus mensajes, en bruto y sin filtrado, mientras se siente atacado por los medios de comunicación tradicionales. Un día aceptaremos el papel específico para el que nacieron las redes y por las mismas comprobaremos que el sistema clásico de medios cumple una misión nítidamente distinta, la misión de mediar. Una función para el que las redes se han mostrado inservibles. Puesto que ellas están justo para lo contrario, para anular al mediador, para llegar directamente al público con los mensajes controlados en su totalidad por el emisor. Lo que se llama comunicación sin periodismo. Eso sí, con el resultado de una multiplicación cósmica de grupos de usuarios cerrados y aislados, con discursos endogámicos, y que se repelen unos a otros.
Esto por supuesto no va de buenos y malos, sino de división funcional entre entornos o universos antagónicos. Algunos de los vicios de las redes son también viejos y consustanciales a los medios, sólo que en una escala infinitamente menor. Los medios también se equivocan, no siendo transparentes o mínimamente plurales. Antes y ahora. El periodismo es incompleto por naturaleza. Más veces por inercia, por pereza o por las limitaciones del contexto que por una voluntad deliberada. Pero de todo hay. Hace poco vi un ejemplar de LAS PROVINCIAS de 1974, llevaba un titular donde decía que «La reina de Inglaterra podría abdicar pronto». Han pasado más de cuarenta años e Isabel II sigue en el trono. Y cuando celebramos el 150 aniversario del periódico guardé una pequeña entrevista a Gloria Marcos donde ella recordaba: «un día salí 27 veces en el cabinista». 27 veces, y tuvo la deferencia de callarse que ninguna de esas 27 veces fue para bien.
Estas pequeñas anécdotas fueron siempre la salsa de las conversaciones entre periodistas. Nos encantaba hablar de ello y recordarlas al salir de la redacción. Nos gustaba tanto contar historias sobre nosotros como a los curas o los militares hablar de lo suyo; o a los médicos, otros que tal. Siempre hubo una enorme vocación y una dependencia adictiva a nuestra manera de vivir. Nos daba sentido de pertenencia, por encima de otros vínculos.
Entonces pecábamos de soberbia. Estaba mal, porque nos llevaba a ser peores profesionales y a hacer peores productos. Pero era un mecanismo defensivo, reactivo, porque todo el mundo te presionaba y te apretaba para que fueras más favorable a sus intereses. Aquella era ‘la presión al mediador’. La soberbia era un escudo. Y cuando dejamos de ser soberbios, la verdad es que nos empezó a ir peor. Los periodistas hemos cambiado el pecado de soberbia, que al menos es un pecado capital, un pecado importante, por la tontería de la vanidad. Éramos soberbios y quizás antipáticos, pero fuertes. Luego vino internet y todo eso, y nos volvimos más vanidosos y más débiles, frívolos. Locos por la firma, por la fotito en la página con tu cara, el tuit, por la tertulia, por el ego, los followers, la seducción de la audiencia, el halago de los poderosos, el abrazo peligroso de los de ahí fuera. Para mejorarnos el estatus, descendimos de la categoría de periodistas a la de comunicadores. O sea, degenerando degenerando, como decía Belmonte de su banderillero que acabó como gobernador civil.
Cambiamos y, no nosotros, el periodismo, ha salido perdiendo. Pero la gente nos sigue necesitando. No a nosotros. Sino al trabajo que desempeñamos. Esta es la parte buena de la historia.
A principios de año pasó por España el ‘niño maravilla’. Así llaman en Estados Unidos a Martin Baron, hoy director del Washington Post, muy premiado por sus coberturas contra las mentiras y manipulaciones del presidente Trump. Baron se hizo famoso en todo el mundo gracias a una película oscarizada sobre la investigación del Boston Globe (un periódico que también dirigió) acerca de la red pederasta de la iglesia católica norteamericana. El ‘niño maravilla’ suele decir que la principal misión del periodismo es «pedirle cuentas al poder», aun a costa de enfrentarse a los gigantes de las redes sociales. El partido de momento lo van ganando Trump y las redes sociales en términos de fuerza, pero fuera de las redes se ha podido encontrar la verdad sobre sus métodos y procedimientos.
Contaré otra historia de periodistas. Un antecesor de Baron en el Washington Post fue el mítico Ben Bradley, otro dios de nuestro olimpo. Cuando murió, los dos reporteros del caso Watergate escribieron de él lo mejor que se puede decir de uno. «No hacía el periódico pensando en sus amigos ni en la gente influyente». Bradley y la dueña, Kat Graham, establecieron una relación profunda y fraterna que salvó al periódico frente a los Trump de aquella época, los Nixon de entonces. Apenas se conoce una discrepancia entre ellos. Y es la siguiente. Cuando quedaron a comer para hablar de su fichaje, Bradley le dijo a Graham «que daría el izquierdo» por ser director adjunto del Washington Post. El izquierdo. Graham escribió en sus memorias que Ben se refería a su brazo. Bradley lo desmiente en su autobiografía y asegura que él habló en todo momento de su testículo izquierdo. En concreto lo que dijo fue: «Si el puesto de Al Friendly estuviera vacante, daría mi huevo izquierdo por él». ¡La convenció! Y ese fue, valga la humorada, el único punto de desacuerdo conocido entre la gran editora y su director durante 25 años de relación profesional. Establecida sobre la base de la cláusula Montgomery. Según la cual, los generales jamás deben permitir que el ministro de la Guerra o su personal civil, aunque se trate del mismísimo Churchill, pretendan gobernar los cuarteles o las campañas militares; y los generales a cambio nunca deben creerse que son algo más que generales.
Todo esto nos viene a recordar que las viejas reglas siguen estando vigentes. Y hay que aferrarse a ellas. El periodismo se salva y se ejerce desde sus fundamentos. Desde este periódico también podemos aportar algunos principios en función de nuestra experiencia particular:
1) Lo hemos dicho otras veces, la misión última del periodismo es desvelar los conflictos latentes de toda sociedad, revelar las tensiones de las que depende su presente y su futuro, responder a la necesidad social de saber aquello que no está en la superficie y además garantizar que la ciudadanía tiene acceso a las claves e intereses de la distintas fuentes de poder.
2) Ahora mismo, en una época en la que el poder tiene más control que nunca sobre los flujos de la información, el papel fundamental de los medios de comunicación es como dice Baron «pedirle cuentas». O en nuestro vocabulario específico: disentir. Discrepar. Buscar la versión no oficial de los hechos. Porque las versiones oficiales ya viajan a velocidad de vértigo por las autopistas de las redes sociales.
3) Con honestidad, responsabilidad y valentía. Honestidad para servir a la sociedad conforme a tu papel y poner tu responsabilidad con los lectores por encima de lo demás, sabiendo que no pocas veces se precisa un punto de gallardía para contar las cosas, para ignorar a los variados grupos de presión.
4) Un periodismo débil sólo favorece a las personas o grupos a los que les interesa controlar la información con la táctica que sea, como instrumento a su vez de control de la sociedad. Bajo diversas fórmulas; la violencia o la legalidad no democrática, pero también la cómoda subordinación, la compra de voluntades o la adscripción acrítica a la corriente dominante.
5) La función última del periodismo no cambia. La sociedad digital sigue formada por personas, de distinta raigambre y territorio. Igual que siempre. Las cabeceras deberán cumplir con su cosmovisión determinada, en función de su cuna y su posicionamiento, sobre la que se sienten identificadas una base concreta de lectores. El papel no cambia, lo que cambiará es nuestra manera de cumplir ese papel.
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