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Soledad Sevilla, ante una de sus instalaciones. efe

En la diana: Soledad Sevilla

La artista valenciana ha tenido que batallar, entre la rebeldía y la disciplina, para que se le considerara algo más que una «ama de casa aficionada a la pintura». Pasados los setenta, con artrosis en las manos, sigue en el estudio

Sábado, 1 de mayo 2021, 01:06

Soledad Sevilla no lo ha tenido fácil. Pese al talento incuestionable, la artista ha tenido que luchar mucho más que sus coetáneos para que no se la considerara una aficionada a la pintura que quería exponer aquí o allá, que se lo dejaría, quizás, cuando formara una familia, o lo tomaría como una práctica de mujer ociosa sin un mayor entretenimiento. «Veía las oportunidades que se les daba a mis amigos hombres y yo me preguntaba: '¿por qué ellos exponen y yo no?'», contaba a LAS PROVINCIAS hace un tiempo.

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¿Por qué es noticia?

Soledad Sevilla está recibiendo, en su madurez, el reconocimiento a una trayectoria impecable, que fue galardonada hace unos meses con el premio Velázquez y ha expuesto en el IVAM una retrospectiva que fue todo un éxito. La valenciana reconoce que no lo ha tenido nada fácil.

Pero Soledad Sevilla estaba dispuesta a romper moldes y techos de cristal, a reivindicarse en un mundo de hombres, a ser tenida en cuenta. Y para ello tuvo que trabajar más. Cuántas se habrán quedado por el camino por esos motivos... Ella no guarda rencores, pero es consciente de que no se lo han puesto fácil, que el camino ha sido más tortuoso. «Sufrí el machismo más feroz de la sociedad», dice, y todavía recuerda cuando pintaba con uno de sus hijos sentado sobre sus rodillas. «Parecía que mi marido no tenía niños y yo sí. A mí se me consideraba como un ama de casa que pintaba».

El tiempo, sin embargo, la ha puesto en el lugar que merecía hace tiempo. Los premios, los reconocimientos, las exposiciones, los museos, el mundo del arte, le abrió la puerta grande por fin y «ahora el tiempo ha equilibrado todo», asegura. Fue Premio Nacional de Artes Plásticas en 1993 y Medalla de Bellas Artes en 2007.

Soledad Sevilla lo ha conseguido porque un buen día se rebeló. No aceptó ese papel de ama de casa aficionada a la pintura, a la que además no sabían en qué estilo meterla porque ella iba a su aire. «Siempre he tenido mucha vocación y quizá es que he creído en lo que hacía», explicaba en una entrevista en SModa. No tuvo nunca la necesidad de adaptarse al mercado, pero tampoco de ser ni famosa, ni rica. «Todo eso era secundario». Pero se rebeló ante la estructura familiar machista en la que vivía. «Había mucho contra lo que luchar. Por las mañanas, pintaba, hacía la compra y la comida para mis hijos, por las tardes daba clase en institutos nocturnos». Ni siquiera cuando en los años ochenta comenzó a dar clases en la Universidad de Harvard la tomaron en serio. Su galerista le dijo que a pesar de todo, su obra no conseguía cuajar porque «tenía demasiado buen gusto». Y se volvió a rebelar. Hizo una instalación con 36.000 claveles rojos traídos de Holanda. «Fue por rabia, porque nadie cuestiona la belleza de las flores. Y si ellas pueden, ¿por qué yo no?», decía en aquella entrevista. Desde entonces, las instalaciones le concedieron ese papel que tanto anhelaba en el mundo del arte.

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El discurso de género ha sido una constante en la vida y la obra de Soledad Sevilla, porque le vino de cuna. La valenciana contaba cómo se rebelaba contra su padre, coronel, con quien tenía broncas que no tenían sus hermanos. «Éramos seis, tres chicas y tres chicos, y se practicaba el culto al hombre, como en todas las familias de España». Por ese motivo, cuando se casó tuvo la sensación de haber cambiado al tirano padre por el tirano marido. «A los hombres de aquella época les salía de las tripas, los habían educado así y su comprensión del mundo de la mujer no había quien la cambiase».

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Las desigualdades llegaban también al arte en forma de menos oportunidades, pero también de precios más bajos. «Siempre eran la cuarta parte de la de mis compañeros». María del Corral, crítica de arte, que fuera directora del Museo Reina Sofía, dice de ella que es, además, una gran intelectual, con interés por la filosofía, la historia, la arquitectura y los temas de actualidad.

La artista ha ido evolucionando, no solo en obra, sino también en su forma de ver el éxito, y recuerda unas palabras de Fernando Pessoa: «Hasta del deseo de gloria me he ido liberando poco a poco, como el que se desviste lentamente para irse a descansar». Así, hace tiempo que no aspira a mucho más que a seguir pintando, aunque haya tenido que renunciar a los grandes formatos que tanto le han gustado para expresarse por culpa de una artrosis que le limita, pero no la para. Además, está recuperándose de una operación de vértebras después de una mala postura de yoga. Pero ella sigue levantándose cada día para empezar a trabajar a las ocho de la mañana, porque es diurna, y acaba cuando las manos le dicen basta.

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Durante algunos años vivió en Barcelona, luego en Madrid, también en Boston y en Granada. Se separó de aquel marido que no ejerció de padre, y su segunda pareja murió hace dos años de cáncer. «Ha sido duro», confiesa esta mujer, que tuvo que lidiar entre la rebeldía que le nacía de adentro y la férrea disciplina que heredó su padre y que le ha ayudado, mirando por el lado positivo, a no tirar la toalla pese a todo.

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