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MARÍA JOSÉ CARCHANO
Viernes, 21 de diciembre 2018, 19:57
No es necesario que Dulcesol se anuncie; para localizarla hay que dejarse guiar por un olor a chocolate y a hojaldre que empapa las calles del polígono industrial de Gandia. Rafael Juan es la cabeza visible de una empresa que este año le ha permitido, a él y a sus hermanos, entrar de lleno en la lista Forbes, esa que recoge los nombres de las 200 personas más ricas de España, y que lidera Amancio Ortega y Juan Roig. Precisamente, Rafael Juan se hizo conocido hace unos años por ser el empresario que le dijo no a Mercadona, que prefirió no firmar volumen y estabilidad en la producción a cambio de exclusividad, aunque él rechaza hablar de ello; cree que es algo negativo y que, al fin y al cabo, cada uno toma sus decisiones. «Nunca sabes si es la mejor, pero hay que asumirla», dice. Este empresario de Villalonga, que habla con el acento valenciano de la Safor, ha querido mantener sus raíces y los pies en el suelo: ocupa la tercera mesa, en la segunda fila, de una gran sala donde deben de trabajar más de un centenar de personas. «No tengo ni llave en el cajón», dice, sentado en un gran sofá con vistas a sus empleados, mientras habla de liderazgo participativo, de decisiones mancomunadas.
-¿Hay que tener mucha ambición?
-Mi padre era una persona ambiciosa y eso le llevó a tener muchas dificultades económicas en sus inicios; antes de comenzar con la panadería emprendió negocios de frutas que le fueron muy mal, tanto que se arruinó completamente. Después tuvo la visión de convertir el horno de mi abuelo en una panificadora, con la que en un momento dado también tuvo dificultades. Fue mi madre la que puso orden en los negocios de mi padre, y ese tándem fue el que los llevó al éxito.
-Fue su madre quien más tiempo ha estado al frente de la empresa.
-Y hasta hace cuatro o cinco años venía todos los días. Ahora ya no sale mucho de casa, está bien de salud pero se contagió de tuberculosis de pequeña y ya con su edad los achaques le merman las dificultades físicas. Es cierto que continúa pendiente de los avatares de la empresa, nos pregunta a nosotros, a los directivos… está perfectamente informada. Las últimas decisiones no las ha compartido demasiado, sobre todo en cuanto a la internacionalización del negocio, pensaba que en España había suficiente y no ha sido muy ambiciosa, pero yo creo que a pesar de su edad tiene la cabeza muy despejada y de cuando en cuando nos da buenos consejos.
-Parece un típico carácter de esas mujeres de antes, de pueblo, valenciana.
-En realidad mi madre es de Asturias, así que el carácter lo tiene del norte, y siempre le ha gustado tener las cuentas muy claras: cuando vino de Asturias, como a mi padre le iba mal en la panificadora, ella se dedicó a criar conejos y ganaba más incluso. Ha sido siempre una mujer emprendedora, sobre todo con el objetivo de convertir los negocios en rentables. Y ofreciendo productos muy buenos a precios competitivos. Por eso en los años ochenta, cuando conseguir huevos de calidad para las magdalenas era difícil, decidió crear su propia granja.
-¿Qué tienen de Asturias?
-Muy buenos recuerdos, porque más del 50% de la familia es de un pueblo, llamado Malvedo, ubicado en la cuenca minera, y que debe tener unos treinta o cuarenta habitantes. De hecho, cuando yo iba de pequeño estaba prácticamente incomunicado; la única forma de llegar era una estación de tren que estaba a un kilómetro y a la que se accedía a través de una senda.
-¿Y cómo consiguió su madre salir de un pueblo perdido en la montaña de Asturias y llegar a Gandia?
-Eso daría para otra entrevista (ríe). Mi madre era una persona inquieta, le agradaba mucho la cultura, estudiar... tuvo la desgracia de que la tuberculosis, con trece años, la dejó un año convaleciente y abandonó la escuela, pero por carta conoció a mi padre.
-Qué historia de cuento.
-Hasta que un día se conocieron y se casaron en Covadonga. De hecho, mi padre le tenía mucha devoción a Asturias, pero como mi madre también trabajaba en la empresa y no disponía de mucho tiempo para dedicarlo a los hijos, mi hermano y yo íbamos en veranos alternos allí, así que guardo muchos recuerdos y le tengo cariño a aquel lugar. Nos hemos criado entre vacas.
-Es muy diferente a la Gandia que se encontró, supongo.
-A mi madre se le abrió el mundo, porque aquí se vivía muy bien, aunque fuera solo por el clima y el nivel de vida. En el fondo era también la mentalidad; los valencianos han sido más emprendedores, allí se conformaban con lo que tenían, y como mi madre era más abierta lo único de lo que tenía ganas era de irse del pueblo.
-Así que la inquietud en su familia venía por los dos lados.
-En realidad, mi padre era el que tiraba la piedra, el que comenzaba los negocios, el más lanzado, y mi madre iba después a poner orden.
-¿Ha visto muchas discusiones por ese motivo?
-Muchas. La realidad es que la vida matrimonial de mis padres era bastante difícil porque tenían constantes discusiones; mi padre a veces compraba máquinas sin decir nada, después mi madre se encontraba con las letras y se quejaba de cómo iban a pagarlo.
-He leído que su mujer entró incluso antes que usted a la empresa.
-Mi mujer es de Villalonga también; ya éramos novios con dieciséis años. Ella cursó Magisterio, yo Químicas, y acabó la carrera antes que yo, que la suya era más corta y, además, le fue mejor que a mí. En aquel momento la empresa no me gustaba, lo que me llenaba era la enseñanza, y yo en verano me dedicaba a dar clases a las amigas de mi mujer. Posiblemente había visto el padecimiento de mis padres, y pensaba: «¿por qué me voy a meter en este lío?». Pero mi padre estaba enfermo de cáncer, pasó tres años convaleciente, y mi madre tenía que estar en casa y en la empresa. Como mi hermano y yo seguíamos en Valencia cogió a mi mujer y la convenció para que se fuera a trabajar con ella.
-Su madre tenía una visión clara de lo que quería, desde luego. ¿En qué momento asume que no se va a dedicar a la enseñanza, o a la química?
-No tuve mucho tiempo para decidir; acabé la carrera en el año 83, al poco tiempo murió mi padre y la situación familiar era la que era. Ese mismo año me casé con mi mujer y vino todo rodado, te ves ya subido a un tren que ya no se puede parar.
-¿Piensa que fue una buena decisión?
-Eso no lo voy a saber nunca, pero lo cierto es que me siento muy satisfecho y muy orgulloso de la familia, de la empresa, de mi madre y de mi mujer, que ha sufrido mucho en los años en que yo me dediqué en cuerpo y alma a la empresa y eso ha mermado un poco la convivencia familiar. En cierta forma, nos pasó lo mismo que les ocurría a mis padres, porque no siempre compartimos los criterios y las decisiones.
-¿No establecieron un cordón sanitario al llegar a casa sobre lo de hablar del trabajo?
-En absoluto. Si estamos en casa, si nos vamos de vacaciones, en cualquier comida, hablamos de la empresa. Ahora mis tres hijos están aquí también, así que imagínese.
-¿A veces se le ha ido de la mano por exceso de confianza?
-Sí que es cierto que la cercanía lleva acarreada a veces que haya excesos, pero yo lo considero positivo, si la familia no está comprometida con la empresa dedícate a otra cosa. Al final hoy para que un proyecto funcione hay que estar las 24 horas del día, los siete días de la semana, pensando en el proyecto.
-¿Usted lo está?
-Siempre. Es cierto que necesito desconectar, me gusta el deporte, pero en el fondo tienes que estar noche y día.
-¿Ha tenido ganas de tirar la toalla?
-Hemos pasado épocas críticas y a mí me gusta pensar a largo plazo, a veces demasiado. Es cierto que en algún momento hemos tenido diferencias, con mi madre o mis hermanos, pero las hemos superado. Hace diez o quince años mi obsesión era profesionalizar la empresa, evitar que la tercera generación la hundiera como ha pasado con tantas otras.
-¿Quería que sus hijos estuvieran aquí?
-Implícitamente sí, explícitamente no. Estoy muy orgulloso de que estén aquí, aunque mi objetivo era que mis hijos tuvieran experiencias fuera y luego volvieran. Solo lo he conseguido con el pequeño, pero lo que sí he logrado es que los tres lleven el 'cuquet' de la empresa en el ADN. Y tengo claro que no me voy a jubilar con ochenta años como mi madre, serán ellos quienes decidan el liderazgo del futuro.
-Esa es otra dificultad, la de saber irse.
-No es fácil. El problema que tenía mi madre es que no disfrutaba de otra cosa, nunca se fue de vacaciones, no ha tenido una colla de amigos… es como si estuvieras encerrado en una prisión de la cual no quieres salir. Yo no lo quiero así, porque para la organización es mejor un relevo en el momento adecuado.
-¿Sabría qué hacer?
-Tengo muchísimas cosas pendientes. Durante estos años he convivido con empresarios, las redes sociales me han permitido conocer a gente con la que me gustaría tener más contacto, también con las universidades... hay un mundo fuera de la empresa que me gustaría explorar.
-Una curiosidad, ¿me podría preparar una magdalena?
-(Ríe) La verdad es que no me gusta nada la cocina, y a mi mujer tampoco. Lo más elaborado que nos hacemos cuando estamos solos es una ensalada y algo de fiambre, así que no sé si sabría hacer una magdalena, probablemente me saldría quemada. Mi madre tampoco sabía de pastelería, no tenía ni idea, y ella cuando inventó las magdalenas cuadradas lo que hizo en realidad es coger una receta de una amiga del pueblo y la copió al pie de la letra. Lo que hemos hecho es usar las recetas artesanales, que están en la memoria popular, o en los libros, y llevarlas a la industria.
-Se han querido mantener ligados a esta comarca. Incluso a su municipio, Villalonga.
-La verdad es que una cosa es no desconectar y otra que salgas a la calle o vayas al bar a tomar un café y te veas a los empleados que te cuentan sus problemas. También tiene su parte buena, porque da compromiso con la empresa.
-¿Le gusta la playa?
-La verdad es que no, prefiero la montaña, aunque viva seis meses en Oliva. Cuando tengo un rato me cojo la bici, mi ruta favorita es la vía verde del Serpis e ir a almorzar a l'Orxa. Esa es mi aspiración los fines de semana.
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