Rocío Gallardo y Jorge Ros pilotan un equipo muy joven y multidisciplinar Jesús signes

Las joyas que nacen entre Ruzafa y Patraix y dan la vuelta al mundo

Rocío y Jorge comenzaron trabajando por cuenta ajena hasta que en 2018 decidieron poner en pie su propio negocio, un taller de joyería artesanal. Hoy, mueven sus piezas con éxito a golpe de redes sociales. La pareja habla de su brillante criatura: Simuero

Jorge Alacid

Valencia

Sábado, 18 de febrero 2023

Es un viaje. Un viaje con un curioso recorrido: de Patraix a Ruzafa, con inminente regreso a Patraix luego de dar la vuelta al mundo. El viaje que protagonizan Rocío y Jorge, los magos que se esconden detrás de la marca comercial que les ... ha situado en el mapa global de la joyería artesanal: Simuero. Bajo esta ocurrente denominación brilla un ingente caudal de ingenio, buen gusto, mejor olfato y alta capacidad para detectar qué estaba pidiendo ese mercado a escala planetaria y ser capaces, junto a un equipo formado ya por una decena de jóvenes profesionales, de satisfacer las expectativas de su clientela, que discurren en paralelo a la fama que van ganando. Sus joyas (anillos, sobre todo, pero también pendientes, gargantillas y brazaletes) nacen en Ruzafa luego de una experiencia laboral en Patraix y volverán a ese barrio cuando se acomode el espacio que acaban de adquirir en la calle Carteros. Pero antes de que cristalice la adaptación del chalecito que empezarán a reformar en abril, y mientras buscan un nuevo destino a su local en la calle Burriana, su futuro 'showroom', se toman un descanso en la jornada de trabajo y exploran tanto sus inquietudes como la cartografía del globo: el inmenso planeta donde acaban su viaje las piezas nacidas en este encantador obrador.

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Algunas de las joyas que salen del taller de Simuero. Jesús Signes

Una sombría mañana de invierno se ilumina de repente cuando fluye la magia desde la sede de Simuero. El risueño semblante de quienes lupa en ristre perfeccionan la materia prima de metal (latón, plata) que cae en sus manos arroja una hermosa luz sobre este desapacible febrero. Muy serios, hiperconcentrados en radiografiar su discurso, Rocío y Jorge van recordando sus comunes inicios en este oficio, sus coincidentes cavilaciones, sus compartidos pasos que conducían tal vez sin saberlo hasta Simuero. Es una narrativa muy poderosa, un relato pródigo en detalles donde late de fondo esa combinación entre alta profesionalidad y propensión a improvisar que parece la marca diferencial de su empresa. Y que ellos defienden con una ejemplar naturalidad, la propia de quien sabe bien muy bien el terreno que pisa.

O, mejor dicho, de quien sabe que no debe temer a cuanto traiga el porvenir. Rocío Gallardo se formó en moda en la célebre escuela Saint Martins londinense mientras Jorge Ros se adiestraba como diseñador en las aulas de la Universidad Católica. Coincidieron trabajando en una consultora con sede en Patraix y ahí debe fijarse esa especie de epifanía que hermanó sus pretensiones. «No teníamos una intención comercial», aclaran. De fondo, como banda sonora que enmarca sus voces, suena el ir y venir de sus compañeros de Simuero, mientras manipulan las cajitas que aguardan en los anaqueles la mano sabia que convierta esa promesa encerrada en su graciosa nomenclatura (coco/duna, boya/atolón, aro grande/pompa) en las joyas que se disputan hoy los prestigiosos almacenes Selfridges, icono del comercio británico, o celebridades como Rosalía o las Jenner (Kendall y Kylie). Ese inesperado itinerario que les ha situado bajo el foco del sector a escala mundial y que todavía parece sorprenderles. Un éxito que encajan con envidiable espontaneidad.

Su propósito, resaltan en cada meandro de la conversación, era a la vez humilde y ambicioso: hacer las cosas bien. Ser capaces de montar con Simuero un taller que sirviera a la vez como «terapia», por recurrir al concepto que maneja Jorge. «Algo íntimo y personal», prosiguen. Habilidosos con las manualidades desde la infancia, capaces de sorprenderse al unísono por las potencialidades que encierra la materia prima que luego transforman en piezas preciosas, probaron primero con la cerámica mientras exploraban hacia dónde les transportaba su curiosidad y acabaron desembocando en el mundo del metal, del que les atrajo el atributo esencial: que se trata de un elemento «flexible», precisamente el factor que andaban buscando para poner en marcha su proyecto. «Es como volver a la edad de hierro», explican, «con un enfoque siempre muy libre». «El metal tiene infinitas vidas», añaden.

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«Ni siquiera nosotros sabíamos hacia dónde iba Simuero», sonríen. Es una sonrisa concentrada. Mientras hablan, oscilan entre mirar con fijeza a su interlocutor o detener los ojos en la mesa donde se contienen los restos de su última criatura, esas piezas de original diseño, muy cautivador. Tienen algo de escultura, un seductor estatus que ayuda a entender el proceso de creación: manipular el material con un espíritu muy libre hasta que exprese lo que lleva dentro. Ahí reside con seguridad el encanto de sus joyas, que recuerdan a algunos hitos de la historia del arte y del diseño pero no se parecen a ninguna. Orbitan en un linaje propio donde anida la doble alma con que fueron alumbradas: «azar y trabajo». «No tenemos la clave para explicar cómo nacen nuestras joyas», advierte Rocío. Y Jorge asiente. O tal vez sí que la tienen: la clave es eliminar el miedo a improvisar. «No somos joyeros», recuerdan. «Lo que nos interesa sobre todo», prosiguen, «es el objeto. Ponerlo a prueba, entenderlo». Y una vez descencriptado, culminar el proceso, que tiene una acusada veta romántica: «Nos enamoramos del gesto oculto del material».

Sin stock: joyas a medida

En Simuero, recuerdan Rocío y Jorge, renunciaron a producir según un código convencional. Sin stock, van fabricando a medida que salen al encuentro de su clientela y elaboran sus piezas salvando la etiqueta maldita de la joyería, tantas veces entendida como «un segundo actor» en el ámbito del diseño. «Simuero es también un estilo de vida», señala ella, que se confiesa más espontánea que Jorge. Y su compañero, el más perfeccionista del dúo, añade: «Seguimos nuestro instinto». «Y estamos seguros», coinciden, «que moriremos si no lo seguimos».

Avanza la mañana y avanza la charla. El taller de Simuero parece la casita encantada del bosque de aquellos cuentos infantiles, porque afuera acechan el frío y la lluvia y porque dentro, por el contrario, sus palabras edifican un confortable parapeto frente a las inclemencias del mundo. Que en su caso tienen que ver con la eterna tensión entre arte y negocio, entre diseño e industria, que tantos proyectos malogra o desfigura. «Lo que ha pasado en el sector», defienden muy convencidos de su tesis, «es que hay una separación muy radical entre diseñadores e industriales».

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Ellos apuestan por explorar un recorrido opuesto. Ser capaces de crear sus piezas completando toda la trazabilidad, hasta que las depositan en la fundición de Patraix donde se transforman en esas delicadas joyas que llamaron un día, por esa mezcla de casualidad y sentido del oficio, en Dinamarca, nada menos. Fue su particular 'big bang', como recuerdan aún un punto perplejos. Una 'influencer' danesa tropezó navegando por redes sociales con sus creaciones, dio la voz de alarma (una alerta que en esta era tecnologizada tiene alcance internacional) y el resto es historia. Esa historia que ellos siguen trazando muy seguros de su propuesta, porque dispone de raíces muy sólidas. Reciclan sus materiales, renuncian a bocetar y buscan la inspiración en nada en concreto y en todo en general: la actitud propia de quien camina cada día con las antenas desplegadas y sabe que cuanto ocurre a su alrededor puede ser el embrión que acabe alumbrando sus creaciones. «Lo más importante de Simuero», insisten, «es la mesa de taller».

La mesa donde un equipo multidisciplinar, muy joven, hace realidad aquel sueño que se empezó a trazar en Patraix y materializa también el mandato que sus creadores se hacen a sí mismos: «Hablar menos y hacer más». «Toda grieta social se salva mediante la rebeldía», avisan. Y mientras reivindican el ADN de su empresa como «una manera de sublevación», meditan unos segundos antes de contestar la pregunta esencial. ¿Qué son en realidad las joyas de Simuero? «Un viaje», responden al fin. «Una postal de metal».

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