Los días de mierda empiezan temprano con un despertar súbito a las seis de la mañana. La lavadora se estropea, la rueda de la bici se pincha y el perro tiene diarrea porque se ha comido el mando
Esas jornadas a las que podríamos definir como días de mierda suelen comenzar temprano. Con un despertar súbito en torno las seis de la mañana, o un sueño ligero entorpecido por el runrún mental que a veces no cesa ni al apagar las luces. Cuando entro a la habitación de los niños me imploran «diez minutos más por favooor». Espero dos y vuelvo a la carga, los arrastro a la ducha entre varios 'tengo sueño', 'tengo frío' y 'odio los martes'.
Ya en la cocina empiezan con los 'leche caliente pero que no queme', 'Nesquik no, Cola Cao, pero el exprés no que no sabe igual'. «¿Otra vez jamón?», suelta uno mirando con hastío el bocadillo que he preparado para el almuerzo. «Antonio lleva bocadillo de lomo con queso y bacon», me informa el otro. «Bien por Antonio», respondo, y lanzo un dardo mental a su madre. Los últimos cinco minutos los dedicamos al 'no me viene la chaqueta', 'no encuentro calcetines' y 'no tengo el diccionario de inglés'.
Salimos tarde sin el diccionario y con un calcetín de cada. Corremos. El perro se detiene dos veces por el camino. Tiene diarrea. Llegamos al colegio cuando la puerta está a punto de cerrar y respiro aliviada al verlos alejarse por el pasillo de entrada. Vuelvo, el agua de la ducha no sale caliente del todo y el albornoz no está donde lo suelo colgar. Salgo empapada y camino de puntillas congelada hasta el armario de las toallas. Me visto en un minuto, meto la ropa sucia en la lavadora, presiono el botón de start y el electrodoméstico emite un pitido. En la pantalla se lee en letras rojas ER32. La dejo herida de muerte y me voy volando a trabajar. Me llega un aviso de la profesora de mi hijo al correo informándome de que no ha llevado el diccionario.
La jornada transcurre entre el ordenador y reuniones. Salgo antes y recojo a mi hijo para llevarlo al ortodoncista en bici. Aguardo en la sala de espera cuarenta minutos mientras le instalan unos nuevos brackets. Salimos a la calle, la rueda de atrás de mi bici está plana, no sé si pinchada o deshinchada. Le compro un helado porque se ha portado bien y tiramos de las bicis hasta casa. Yo con mi bolso, el ordenador y su mochila. Él con helado de chocolate goteándole por el brazo. Cuando entramos en casa dejo las cosas y me meto en la habitación corriendo para hacer una llamada de trabajo mientras me depilo las cejas. Entra mi hijo y le hago un gesto para que guarde silencio. El abre la mano y me muestra uno de los brackets que le acaban de poner. «Casi me lo trago», susurra. Acabo de hablar, cojo el coche y volvemos al ortodoncista.
Espero haciendo llamadas y quedo para ir a un evento importante al que debo acudir. De vuelta paramos a comprar un trozo de fieltro rojo para un trabajo que tiene que entregar mi otro retoño al día siguiente. Entro en casa y el perro se ha comido el mando de la alarma. Mi hijo pequeño me explica que no se lo ha tragado porque él se lo ha sacado de la boca y me enseña un amasijo de plástico negro y cables. Les doy el teléfono para que pidan un Glovo. Les digo que escojan algo sano y piden tacos picantes, bebida energética y helados. Suena un mensaje de WhatsApp. «Estoy en la puerta», escribe la compañera que me recoge. Lanzo las deportivas que llevo, me pongo unos botines y una americana negra y salgo. «Joder, vas súper arreglada», me dice al entrar en el coche. «Sube la radio», le pido y bajo la ventanilla. «Llegamos», me informa mirando la hora. «Sí, llegamos», sonrío.
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