![Ripollés, en el salón de su casa en Mas de Flors. Su estética, con el pañuelo a la cabeza, su ropa hecha remiendos y sus gafas redonas es ya una señal de identidad.](https://s2.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202112/11/media/cortadas/03-U120335935507mxE-RmvTyrWvVkAF6ha52VMKaTO-1248x770@Las%20Provincias-LasProvincias.jpg)
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Juan Ripollés parece haberse quedado anclado en un tiempo pasado, donde sólo para los demás transcurren las horas y los días. Quizás el único vestigio de que también el reloj corre para el artista es que parece haber menguado, y en él tiene ... sentido, hacerse pequeñito y regresar a esa etapa, la infancia, en la que sencillamente se es feliz. Dicen que los niños y los viejos se parecen, y en el caso de Ripo no puede ser más verdad. «Cuando uno vive de las ilusiones es la vida que vale la pena. Así es en la infancia, y yo tengo la fortuna de no haber dejado de ser niño».
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Hay que viajar unos kilómetros al interior de la provincia de Castellón para encontrar Mas de Flors, la aldea en la que vive, un lugar que parece haberse congelado, como su ilustre vecino, en el tiempo. Pero que esté apartado de lo urbano no quiere decir que esté retirado y, de hecho, nunca ha parado. Su enorme casa de pueblo es vivienda, estudio, taller, almacén, huerto y también lugar de encuentro; Ripo es muy hospitalario y en la cocina siempre hay un amigo y un jamón dispuesto a ser cortado. LAS PROVINCIAS ha pasado una mañana con él en esa casa que en realidad ni siquiera está a su nombre. «No he deseado nunca nada más que lo que he tenido -dice el artista-. Por no tener no tengo ni tarjetas, ni dinero en el banco, y estoy siempre embargado». La semana que viene subastan un coche que Hacienda le quitó hace unas semanas y al que le tiene cariño. «Iré a comprarlo de nuevo», dice, y se ríe, quitando importancia a ese tipo de cosas «mundanas». Eso sí, dice que sus trabajadores están muy bien pagados. «Nadie cobra menos de 1.750 euros y trabajan cinco horas. Puedes preguntarle a las chicas». Se refiere a dos jóvenes que pintan en el taller pequeñas figuras salidas del peculiar universo del artista castellonense.
Hoy hace frío, está ventoso y Ripo ha decidido no trabajar en su estudio al aire libre, donde pasa las horas pintando, la mayor parte del tiempo medio desnudo. Lo de la ropa es secundario también para el artista, y lleva una camiseta y unos pantalones de algodón con un estampado conseguido gracias a la acción de la lejía y remendado en varios lugares con lanas y pedazos de colores. En los pies, unos zuecos que resuenan en el salón, donde se mezclan libros con papeles, obras de arte y jamones colgados. La luz entra por la cocina americana que conoció tiempos mejores, y desde ahí una puerta conecta con el huerto, el estudio, la granja.
Un agricultor, también en su nómina de trabajadores, está junto a una pequeña caseta, y saluda escueto. A su alrededor un huerto con el que soñaría cualquier cocinero. Decenas de gallinas cloquean en un cobertizo y cabras, burros y demás animales salen al paso de Ripo, como si le quisieran saludar. Quizás sea una de las claves de que, cumplidos los 89, goce de una salud envidiable. «No tengo tiempo para alergias ni depresiones, y no sé si he estado alguna vez resfriado, ni recuerdo dolores de cabeza». Vuelve a compararse a un niño, «que como están llenos de ilusiones no se dan cuenta de muchas cosas que pasan porque no está dentro de su mundo».
Ripollés se ha sentado en un extremo de la larga mesa del salón, la mascarilla y las gafas enganchadas de cordelitos y su eterno pañuelo en la cabeza. «Nunca pienso que me vaya a morir, pero sí le doy vueltas a qué hacer el día que pierda esa ilusión. Hay personas a los que les ha llegado la vejez y vegetan la vida, ¿será mejor irme entonces?». Relata su experiencia cuando fue a vacunarse la primera dosis contra el Covid. «Lo que vi al entrar era un desperdicio humano. Me decían que me sentara allí a esperar, y cuando vi toda aquella decadencia tan tremenda que les dije que me salía fuera hasta que me tocara. Cuando me estaban pinchando le pregunté a la enfermera si yo realmente pertenecía al mismo grupo de edad que toda aquella gente. Me contestó: 'coincide en edad, sí, solamente en eso'».
¿Tan perfecto está su cuerpo? «Como, bebo, como toda mi vida, pero en vez de caviar prefiero el pan con aceite de oliva. Eso sí, tiene que ser duro, de hace una semana al menos. No me van los dulces y las grasas, a excepción del jamón, que me gusta mucho». Quizás sólo sea capaz de admitir que ahora se confunde un poco, que «hay cosas que parece que las haya vivido». Y si tiene un poco de dolor, se aguanta. «Si se va, tan grave no sería». Cuenta cómo un amigo le convenció para que se hiciera un chequeo. «Cuando fui a recoger los resultados, la médico me dijo que estaba perfectamente, que me había salido muy alto algo que todos los hombres quieren, la 'testos' no sé qué. Yo no sabía qué era, le pedí que me lo explicara. Y ríe, rememorando cómo le dijo a su médico que, «evidentemente», a él la edad no le había quitado un ápice de su satisfactoria salud sexual.
Nació en Alzira pero muy pronto su familia se trasladó a Castellón. Ha vivido en París, en distintas ciudades españolas y ha expuesto su obra en Nueva York, París, Amsterdam, Berlín, Madrid o Valencia. Su universo es fácilmente reconocible, y es uno de los autores más falsificados.
Ripollés se casó hace muchos años con una mujer llamada Roseta, con quien tuvo a sus tres hijos, Paloma, Yerma y Natalio. Nunca se separó de ella, «ni oficial ni humanamente; Roseta era una mujer muy hermosa, por dentro y por fuera, y a la que más he querido de todas, pero cuando tenía 35 años dejé el contacto de piel con ella. Iba por el mundo y mis necesidades fueron cambiando. Le dije que cuando nosotros hacíamos el amor me daba cuenta de que trabajaba. 'Roseta, con otras no trabajo', le expliqué, y mi mujer siempre me ha dejado vivir a mi manera, jamás me ha puesto obstáculos». Cuenta cómo en todo este tiempo ha estado con varias mujeres durante periodos largos, 25, 15, 12, 14, y la última cinco años. Eso sí, voy haciendo picaditas pero la preferida es la preferida, hasta que otra mujer me arranca, y entonces me voy con ella». Dice que siempre ha dicho la verdad y «me ha costado algún disgustillo, pero se arregla».
Justo en ese momento le avisan de que le está esperando gente. «¿Ha venido la bodeguera? La llamo así porque tiene una masía con una bodega muy cerquita de aquí. Es mi musa actual», y entra una chica de treinta y pocos que no tiene problema en posar junto a Ripollés. «A mí la pelea me gusta», se ríe, y recuerda cómo su madre ya le decía: 'fill meu, que poquet coneixement que tens'». La madre que ejerció de tal no fue la que le parió, porque la biológica murió en el parto. «Yo llegué a esta vida matando», y explica que no hay vida sin muerte, porque eterno no hay nada. Su actual pareja se pone a mirar el móvil, mientras espera a que acabe la entrevista.
Ripollés sigue, sin ninguna prisa. Habla de sus hijos, de cómo a veces le entra el cargo de conciencia porque «he sido un hombre con tan poco equilibrio que todo lo he dedicado a mi ilusión. Ahora es muy bonito; mira cómo viven mi familia y mis amigas», y se queja -quizás es la única vez que lo hace en toda la mañana: «no he acumulado nada, he repartido siempre y Hacienda me castiga. Regalo y encima tengo que pagar».
¿Hablamos de arte? Ripollés se siente bien porque no tiene ninguna competencia, porque quien viene a buscar un Ripollés no quiere una obra de otro artista, y deja claro que no tiene «ningún afán» de que se le recuerde después de morir. Dice que no recibe influencias, que le gusta lo desconocido, asomarse al precipicio a ver qué hay. «Si solo hago lo que sé hacer...». Quizás porque Ripo nunca tuvo miedo ni al error ni al fracaso. «Algunas veces me dicen que estoy loco, porque la obra me habla». Y vuelve a reír.
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Aparecen varias personas que vienen a comer. Ripollés nos invita, alguien cocinará arroz. Es un jueves cualquiera pero como ocurre casi siempre, la casa del artista es un constante trasiego. «Maestro, ¿corto jamón?», dice alguien, y el artista pide que alguien le prepare un té con miel, mientras baja las escaleras hacia el huerto con la agilidad de un joven de veinte.
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