![Las vistas desde la Pagoda son espectaculares.](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2024/02/06/1476968751-k23D-U2101450431292pMB-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
Ver 10 fotos
Secciones
Servicios
Destacamos
Ver 10 fotos
La Pagoda es mucho más que un edificio singular. «Uno de los edificios contemporáneos más interesantes de la ciudad», a juicio de Andrés Goerlich, presidente de la Fundación Goerlich. Su interior guarda recuerdos de vecinos que estrenaron el edificio hace cincuenta años y crearon una comunidad que llegó a ser una familia. «Todos nos conocíamos, estábamos dispuestos a ayudar a los demás, nuestros hijos jugaban juntos», recuerda Nidita Guerrero, que ha vivido en La Pagoda con su marido José Antonio de Prat, ya fallecido, desde que se terminó su construcción en el año 1974.
La familia de Prat era propietaria del Palacio de Ripalda, que ocupaba el terreno de la Pagoda y se tuvo que derruir para construirlo. El palacio se levantó por encargo de la condesa de Ripalda, María Josefa Paulín de la Peña. La noble no tuvo hijos y lo cedió como regalo de bodas a su sobrina, Antonina Dupuy de Lomê, abuela paterna de Conchita, José Antonio y Merche de Prat. Los tres nacieron y se criaron en el palacio. «El castillo estuvo deshabitado durante muchos años hasta que mi padre, que era militar y estaba destinado en África, conoció a mi madre en un viaje a Valencia. Ella tenía 19 años. Se casaron, él pidió el destino a Valencia y decidieron vivir allí», cuenta Conchita, que recuerda que el palacio era tan grande que sólo ocupaban el piso de arriba, mientras que la parte de abajo eran salones que apenas pisaban. Tanto, que mantenerlo era inviable. «Si había una fuga de agua había que levantar medio jardín», recuerda Conchita de Prat.
Su hijo Javier Muñoz de Prat explica cómo la familia intentó evitar la demolición del edificio. «Mi abuela habló con la Casa Civil de Franco para ver si el Ministerio de Cultura le ayudaba a mantener el edificio; habló con el alcalde Rincón de Arellano, pero la ciudad todavía se estaba recuperando de la riada del 57 y en plena expansión y no podía asumir que la vivienda pasase a patrimonio o como residencia cuando vinieran a Valencia los entonces príncipes de España».
Noticia relacionada
Begoña Clérigues
Así que se decide la demolición y se estudian proyectos para levantar un edificio de viviendas. «Escario Vidal y Vives eran unos jóvenes arquitectos que proponen un proyecto disruptivo que enamora a mi abuela. Es muy singular no sólo por la arquitectura, sino porque trasciende en el tiempo, y es un traje a medida. A las familias que compran una vivienda se les permite personalizar la cocina, el baño, incluso el suelo (el rellano de la casa de Javier tiene un azulejo de Manises), se instala calefacción y se proyecta para familias con servicio y chófer. «Fue muy novedoso incluso en la comercialización y la venta», explica Javier Muñoz de Prat, cuya familia se quedó con cuatro viviendas, «una para mis padres, otras dos para mis tíos José Antonio y Merche y el tercero para mi abuela Concepción, que vivió allí hasta que falleció». Nidita Guerrero recuerda perfectamente el día que entró a vivir en la Pagoda. «El 1 de mayo de 1974, cincuenta años va a hacer este año».
Fue una lástima que este edificio fuese construido sobre el derribo del palacete de Ripalda, lamenta el presidente de la Fundación Goerlich. «No paramos de construir sobre nuestros propios derribos, la ciudad centrípeta… Al margen de esto, edificios así dotan a la ciudad de originalidad, individualidad, calidad, carácter y personalidad propia que es lo que contribuye sin duda a hacer ciudad y la distinguen de una simple población».
Si el exterior del edificio es único y ha resistido perfectamente el paso del tiempo, los interiores comunes tienen unos acabados de lujo espectaculares. «La decoración de los portales en madera y bronce y de la iluminación se encargó Martínez Peris, que era entonces el interiorista más vanguardista, y que además vivió allí», explica Javier Muñoz de Prat. En los portales, que mantienen una escultura de Andreu Alfaro, se pusieron cuadros de Mompó y Lozano.
Las familias que ocuparon las primeras viviendas recuerdan cómo era la vida en un edificio así, que entonces estaba rodeado de solares y descampados porque apenas había nada construido alrededor. «Al principio, a los que vivíamos en el centro nos costaba mucho cruzar el puente, era como vivir fuera de Valencia. Estaba nuestra queridísima Pérgola, donde hemos pasado ratos muy agradables. Pero no había nada más», recuerda Nidita Guerrero.
«Nosotros fuimos de los primeros vecinos porque tanto mis abuelos como mis tíos y mis padres compraron la casa sobre plano», recuerda Paloma del Moral, que llegó a la Pagoda con dos años. «Imagínate si le tengo cariño. Mi tía y mi madre siguen viviendo allí. Para nosotros el edificio es familia. Yo vivía en el piso ocho y mis abuelos y mis tíos en el siete». De su infancia en el edificio, del Moral tiene un recuerdo especial de los conserjes del edificio. «Desde los más antiguos, como Pascual a los más recientes como Sancho, nos trataban con mucho cariño; también recuerdo al mítico pastor alemán Beltrán a los pies de la garita del portero».
El vecindario de hace cincuenta años llegó a estrechar tanto el vínculo afectivo que muchas de las señoras siguen viéndose, aunque ya no vivan en el edificio. «Algunas se han marchado del edificio a vivir a casas más pequeñas pues con el transcurso de los años se les han quedado muy grandes», explica del Moral.
En la actualidad, siguen viviendo en el edificio la familia Alacreu, María Adela Carbonell, Pepe Cano, la familia Gil (del Caxton), la familia Ferrero-Veyrat, Lola Cospedal, la familia Albors, Carlos Romero y su mujer, Pilar Ibors, la familia Bilches, Martínez Alberola, la familia Quesada, la familia Galindo, Joaquín Durán y su mujer, Mónica Ibáñez y Yolanda Pérez, actual presidenta de la finca.
De las familias iniciales quedarán unas quince o veinte. «Gente con juventud acumulada», dice bromeando Nidita Guerrero. «Ahora hay una brecha de edad importante entre la gente nueva y los que estamos años, pero también hay buena convivencia entre los vecinos y siguen viniendo nuestros hijos y nietos porque este edificio sigue siendo maravilloso». Desde las terrazas de la Pagoda, donde el interior y el exterior se confunden, se puede ver desde el Micalet hasta la cúpula del Museo de Bellas Artes o la Ciudad de las Artes y las Ciencias, un privilegio que han disfrutado además otros vecinos ilustres durante los cincuenta años del edificio, como la periodista Carmen Alcayde o el expresidente de la Generalitat Eduardo Zaplana.
La costosa reforma de 2014 permitió mantener el espíritu del edificio gracias al uso de los materiales que se utilizaron en su día en la edificación, y todavía hoy sigue siendo uno de los emblemas de la ciudad.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.