CARLOS BENITO
Viernes, 13 de mayo 2016, 21:19
En casa de los Obama, que no es una casa cualquiera, ha llegado el momento de trazar un montón de planes. De momento, se sabe muy poco sobre los proyectos de la familia, que en enero tendrá que mudarse a un hogar más convencional y escoger alguno de los senderos dorados que se ofrecen a los expresidentes, pero ya han trascendido parcialmente las intenciones de la hija mayor, la altísima y sonriente Malia, esa muchacha nacida el 4 de julio que dentro de nada cumplirá los 18. La joven está a punto de acabar secundaria en la selecta Sidwell Friends School, el instituto cuáquero que suele acoger a los vástagos de la élite política de Washington, y ya ha anunciado que va a estudiar en la Universidad de Harvard, por cuya escuela de Leyes pasaron su padre y su madre. Pero eso no va a ocurrir hasta el otoño de 2017: de momento, lo primero que va a hacer Malia es tomarse un año sabático, abrir un paréntesis académico que -se supone- dedicará a aprender cosas importantes que no se enseñan en las aulas.
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El 'gap year', ese año en blanco que cada uno rellena con mochileo, cursos, trabajo y voluntariado según sus intereses, constituye una tendencia relativamente nueva en Estados Unidos. Está mucho más asentada en el Reino Unido, donde se contempla como una heredera de aquel 'grand tour' que llevaba a los cachorros privilegiados de los siglos XVII y XVIII a recorrer Europa, extasiarse ante el arte clásico y renacentista y, a menudo, contemplar a los continentales con una mezcla de desdén y paternalismo. También resulta muy habitual en Australia y Nueva Zelanda, donde sirve para romper con las limitaciones de la insularidad, en Israel y en países del norte de Europa como Noruega, Dinamarca o Alemania.
Algunas estimaciones cifran en torno al 10% la proporción de estudiantes británicos y australianos que hacen esta pausa antes de ingresar en la Universidad. No faltan ejemplos ilustres, como los del príncipe Guillermo (que, entre otras nobles actividades, arrimó el hombro para construir un colegio en Chile), Hugh Jackman (que vino desde Oceanía hasta Inglaterra y encontró empleo en una escuela) o Benedict Cumberbatch: el Sherlock de la serie televisiva estuvo trabajando cinco meses en la histórica perfumería Penhaligon's, para ahorrar dinero, y después se marchó a enseñar inglés en un monasterio budista de Darjeeling (India). «Fue una experiencia fantástica», ha valorado.
En Estados Unidos, en cambio, no existe esta tradición, de modo que la inesperada decisión de Malia -y de sus padres, que algo habrán tenido que decir en este asunto- ha suscitado un vivo debate en los medios. «Se puede ver como una invitación a que los chicos holgazaneen, se contemplen el ombligo y digan al mundo 'soy más rico que tú'», ha resumido en el 'New York Post' la columnista Andrea Peyser, que considera el año sabático un «emblema definitivo del lujo». En un país donde tantas familias pasan apuros para devolver los préstamos universitarios, muchos se han escandalizado al descubrir que algunos programas de 'gap year' cuestan 25.000 euros. Pero este parón en los ciclos educativos también cuenta con vehementes partidarios, entre los que destaca precisamente la Universidad de Harvard, que lleva cuatro décadas recomendando a sus alumnos de primero que retrasen un año el ingreso: entre el 5 y el 7% optan por esa posibilidad. A juicio de los responsables de admisión del prestigioso centro de Massachusetts, las presiones a las que se ven sometidos los estudiantes son hoy más agobiantes que nunca, y ese curso intermedio dedicado esencialmente a vivir sirve para contrarrestar el efecto destructivo de tanta exigencia: «Es habitual encontrarse con que hasta los alumnos más exitosos vuelven la vista atrás y se preguntan si ha merecido la pena», alertan.
Ventaja de partida
Las ocho universidades de la Ivy League, con su marchamo de excelencia académica, fomentan el 'gap year' al permitir la incorporación diferida de los nuevos alumnos y, en ocasiones, habilitar becas orientadas al periodo extraacadémico. Esa flexibilidad de muchos centros privados se ha implantado ya en algunas instituciones públicas: incluso hay un par (la de Carolina del Norte-Chapel Hill y la Estatal de Florida) que también se han lanzado a conceder ayudas a los llamados 'gappers'. Varios estudios demuestran que este colectivo obtiene después mejores resultados en la carrera y en el mercado laboral, aunque la conclusión está viciada en buena medida por su exquisita extracción social: muchos de ellos partían con ventaja desde el nacimiento, sin que quede nada claro qué porción del éxito cabe atribuir al 'gap year'.
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Menos discutible es el hecho de que, más allá de la imagen tópica de playas y mojitos, el año sabático sirve a muchos jóvenes para conocerse mejor a sí mismos y definir las expectativas sobre su porvenir. «Está cada vez más claro que puede ser una experiencia transformadora para los estudiantes, algo que les ayude a pensar mejor y ser mejores ciudadanos. El 'gap year' acelera el desarrollo personal. Si se hace bien, reta al joven a salirse de su zona de confort y reevaluar cosas que tiene asumidas sobre sí mismo y sobre el mundo», explica a este periódico Joe O'Shea, de la Universidad Estatal de Florida y autor de un libro que promueve esta costumbre.
O'Shea niega rotundamente que se trate de un capricho para pijos y propone vías «gratuitas o de muy bajo coste» como Omprakash, una entidad que pone en contacto a los jóvenes con organizaciones que necesitan voluntarios. Además, remarca que el año sabático no implica por fuerza un viaje al extranjero. Frente a esas opciones asequibles, ya ha crecido en Estados Unidos toda una industria del 'gap year' que propone a los jóvenes las iniciativas más extravagantes: desde cuidar elefantes en Tailandia hasta estudiar los hábitos del tiburón blanco en Sudáfrica.
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¿Y qué hay de España? En este país, el concepto de 'gap year' nos resulta totalmente ajeno, además de sonar casi improcedente en una situación socioeconómica como la actual: gran parte de los universitarios padecerán varios 'gap years' forzosos tras acabar los estudios. El caso es que ni siquiera las clases altas se conceden un año sabático tras el instituto, así que habrá que buscar también motivos culturales para esta falta de implantación: «En España tenemos una emancipación muy tardía, en parte por el dinero y en parte por la cultura mediterránea, que ve la familia como fuente de estabilidad económica y emocional. Además, los estudiantes pueden ver esa experiencia como un lastre, como la pérdida de un año, porque existe una especie de reloj social que marca lo que hay que hacer: colegio, instituto y universidad van seguidos y, muchas veces, el estudiante termina la universidad y se siente como saliendo de una burbuja», analiza Richard Merhi, investigador de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria.
El experto español contempla con buenos ojos las posibilidades de ese hueco voluntario en la formación reglada: «No se trata de perder un año, sino de saber aprovecharlo. Puede ser una experiencia positiva, que ayude al estudiante a orientarse vocacionalmente y aporte un desarrollo personal importante. Eso sí, ahora mismo resultaría difícilmente justificable emplear dinero público en estas cuestiones».
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