Secciones
Servicios
Destacamos
Dice Andrea Marcolongo en su ensayo 'Etimologías para sobrevivir al caos' que la felicidad a menudo es pequeña, corriente, discreta. «Para verla solo se necesitan buenos ojos y para sentirla, un ánimo ligero». La cosa va, en efecto, de eso: de ser felices. Contenidamente felices. Y va de, si tienes una oportunidad para serlo, aprovecharla. Porque eso que llamamos felicidad es, precisamente, «la energía de actuar, la alegría de hacer, las ganas de cambiar, de 'estar vivos' y, por tanto, de 'ser fértiles', de ver retoñar las flores que somos», describe la escritora italiana.
Con esas reflexiones trenzando mis pensamientos, decidí una tarde de agobio extremo que me iba a correr la media maratón de Hamburgo. Podría haber sido otro destino, pero fue la ciudad alemana la que se cruzó en el camino. Y fue así porque Jens, mi amigo alemán al que conocí en la media maratón de Berlín hace ya casi año y medio, me lanzó la propuesta. Y lo hizo porque, a medida que hemos ido sembrando nuestra amistad a base de kilómetros, necesitamos mantenerla viva a base de nuevos proyectos que nos ilusionen, que nos permitan planificar y vivir intensamente todos ellos no sólo cuando lo celebramos sino también cuando lo imaginamos. Porque ir a correr a Hamburgo no es sólo la carrera. También son los días previos de preparación; organizar el encuentro; pasar el día antes juntos, echando risas y descubriendo a cuenta gotas nuestras vidas. Comiendo pasta, pizza y chocolates. Sin prisas, con normalidad, dejando fluir la vida. Los 21 kilómetros ya son casi la excusa. Una emocionante excusa.
No nos importaba, por tanto, ni cuándo ni dónde; sino tener ante nosotros un reto, un horizonte compartido. Y ahí estaba Hamburgo. En realidad, Cardiff iba a ser mi tercer gran reto para este 2023, tras la media maratón de Lisboa y la emocionante cita en Berlín el pasado abril. Y claro, tenía que animarle a que se viniera a Gales para correr juntos el próximo 1 de octubre, a donde acudiré siguiendo la travesía de la Superhalfs. Pero, cosas de esta euforia corredora que no conoce de fronteras, los dorsales ya están agotados. Así que, nuestros planes saltaron por los aires. Hubo lamentos y, entre medio de la conversación, una tentación servida en bandeja: «Ahora a finales de junio se celebra la media en Hamburgo», sentenció Jens. «¿Hamburgo?», rumié. Había vuelo directo y un hotel asequible. Todo fue rápido. Esa misma tarde cerramos la cita: avión, hotel y dorsal. Unas semanas después, a eso de las diez de la mañana, aterrizaba en la ciudad alemana. Hacía calor. Especialmente para ellos. Lo que aquí llamamos primavera.
Jens esperaba en el aeropuerto. Hubo abrazos, risas y algunas confidencias en mi inglés de andar por casa. Luego, al grano. De cabeza, a la feria del corredor. Es como la antesala de la carrera y siempre tienen ese punto de ilusión desbocada que se mezcla con los nervios del día previo. En este caso, la organización de Hella es impecable. Todo muy lógico, bien explicado y atractivo como para echar un buen rato. Allí coges el dorsal, tu bolsa con algunos regalos y te haces las fotos de rigor, cual ritual. En nuestro caso, foto oficial, mano a mano, mostrando nuestro dorsal. Una manera de decir: «ya estamos aquí».
Después, pateo suave por Hamburgo y tiempo para recontarse la vida. Un puñado de horas intensas y muy placenteras en las que uno se da cuenta de lo afortunado que es porque la vida te ha puesto en el camino experiencias como ésta y gente como mi compañero de carreras. Un lujo absoluto. Que mundo más extraordinario se nos quedaría con más gente como Jens.
Ante nosotros, Hamburgo se mostró como una ciudad aparentemente tranquila pero al tiempo vibrante. Señorial y fácil. Con la fuerza que tiene una localidad que mira al mar, portuaria hasta la médula y tomada por el agua por todas partes. Una ciudad con el regusto de antes pero que mira al futuro de forma apasionante. Majestuosa y seductora; a instantes provocadora –su barrio rojo lo atestigua-; a instantes espectacular –cúpulas y agua sin parar-. El lago Alster, su marina con los antiguos docks despertando a una nueva vida, los puentes del hierro forjado llenando del óxido de la nostalgia tus pensamientos y esa maravillosa joya arquitectónica que es la filarmónica, cuya fachada chapotea en tus ojos sin cesar.
Quizá es uno de los edificios más emblemáticos y cautivadores de la ciudad. El ir y venir de turistas a su alrededor es constante. Los reflejos del Elba sobre su fachada realzan su grandiosidad. La conexión de edificio y paisaje es total. Verlo, mientras corres por la ciudad, te da más fuerza que un chute de cafeína.
La jornada culminó ante un gran plato de pasta –carbonara- en un restaurante llamado L'Osteria. Y cuando digo grande, es que era descomunal. Y muy rico. Era la carga de carbohidratos necesaria para afrontar una carrera que se presentaba incierta. Ilusionante, aunque sentía que el cuerpo tenía menos chispa que en nuestra cita anterior. Era la factura de unos días de trabajo intenso y de entrenamientos contenidos. Y eso fui pensando ya en el hotel mientras preparaba, sobre un pequeño sofá, mis zapatillas más guerreras y la camiseta negra que siempre me acompaña. Coloqué en ella mi dorsal. Me asomé a la ventana de la habitación en la novena planta y suspiré. «Mañana nos vemos», susurré al skyline de Hamburgo. Mis zapatillas esbozaron una sonrisa. Sabían que les iba a tocar sobrevolar su asfalto y acariciar sus adoquines sobredimensionados. La noche la pasé con uno ojo abierto. El otro, soñando.
Llegamos pronto a la salida. Con entusiasmo aunque conscientes de que no íbamos a registrar nuestro mejor tiempo. El listón lo teníamos alto y no siempre puede ser el objetivo batir un récord personal. Además, el calor del domingo invitaba más a la precaución que a las 'machadas'. En las carreras, la cabeza cuenta mucho. Saber utilizarla es importante; aunque la pasión siempre nos suele llevar por territorios inesperados.
Comenzamos la travesía a un ritmo controlado. Diría que hasta suave. Y, aunque a momentos me venía la duda de si podría seguir el ritmo de Jens durante los 21 kilómetros, las sensaciones iniciales fueron buenas. La impecable organización, con hidratación cada tres kilómetros y medio y duchas para refrescarse por el camino, hacían la travesía llevadera.
Además, contábamos con otros dos alicientes. Uno, la animación. Era absolutamente diversa y constante, yendo de las batucadas a música tradicional alemana, de los dj's a la música clásica. Todo ello unido a un público entregado, en especial en las zonas más emblemáticas de la ciudad.
El segundo aliciente, el paisaje de Hamburgo. Poder recorrer a zancadas una localidad tan hermosa y vital. Sencillamente espectacular. Tanto que, de nuevo, en esa cabeza que te digo suele ir volando de un sitio a otro durante las carreras, apareció el pensamiento sincero y, al tiempo, emotivo, que te hace sentir tremendamente afortunado por poder estar viviendo ese momento. Y hasta llegas a pensar que nadie debería llorar mi marcha cuando llegue -que espero sea dentro de muchísimos años (unos 56 más)- porque he sido tremendamente feliz. También corriendo por Hamburgo. Y además, al lado de alguien extraordinario como este amigo forjado a base de zancadas. Un tipo muy especial. Auténtico. Bueno, que creo que es lo mejor que se puede decir de alguien. Un buen amigo.
Jens volvió a ser generoso desde el inicio. Tanto que, en el kilómetro 13, los pensamientos me invitaron a deslizarme por el tobogán de una de esas caídas emocionales que llamamos 'pájara'. Me resistí, luché contra ella, pero ya tomé la decisión de que, si la cosa flojeaba, mi colega debería dejarme atrás y volar.
Pude, sin embargo, aguantar y fue él a quien un calambre le zarandeó cuando quedaban tres kilómetros para llegar. Jens me invitó a marchar y, claro, ni le hice caso. Entre otras cosas porque, de nuevo, lo que más me apetecía en ese momento era compartir nuestra pequeña gloria de volver a terminar juntos una media maratón. Y así pasó. Cruzamos una vez más al tiempo la meta. Y, de nuevo, lo disfrutamos. Y lo sonreímos. Y gozamos comentando lo vivido. Y hasta brindamos al cruzar la meta con cerveza (sin alcohol). La magia del momento lo envolvió todo y la grandeza de Hamburgo nos devoró.
Fueron 1 h. 34 minutos 58 segundos. Es lo que grabaron en mi medalla. Un tiempo que, en realidad, sólo era un puñado de números que contabilizaban el instante de un sueño hecho realidad. Noventa y cinco minutos volando sobre las calles de una ciudad que acogió, con los brazos abiertos, la particular aventura de estos dos corredores que, un día, decidimos unir nuestros kilómetros y correr juntos (aunque sea en la distancia). Y hacerlo porque eso nos hace tremendamente felices. Y en la vida, lo decía al comenzar esta carrera hecha palabra, la felicidad es –aunque suene cursi- vital. Porque es ella, insisto, la que te da: «la energía de actuar, la alegría de hacer, las ganas de cambiar, de 'estar vivos'…» Nosotros estamos muy vivos y, mientras el cuerpo y la cabeza sean cómplices de nuestra ilusión, seguiremos escribiendo Historias con Zapatillas.
Publicidad
Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.