
Cooperador de la verdad
PERFIL DE BENEDICTO XVI ·
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PERFIL DE BENEDICTO XVI ·
Cuando Joseph Ratzinger fue elegido papa, nadie imaginaba que pasaría a la Historia por renunciar al papado. Su contribución a la Iglesia, su papel en ... la reivindicación de las raíces espirituales de Europa o su aportación al diálogo con otras religiones le han hecho merecedor de un puesto principal en el tránsito entre los siglos XX y XXI, sin embargo, será la excepcionalidad de su renuncia lo que le llevará a ocupar un lugar notable en la memoria colectiva.
Posiblemente, él sí contemplaba esa opción cuando entró en la «Sala de las Lágrimas» y asumió, como tantos antes que él, el peso que el cónclave acaba de poner sobre sus hombros. Ratzinger lo conocía. Había convivido con él desde que Juan Pablo II lo llamara al Vaticano al poco de iniciar su pontificado. Además, había visto las dificultades para compaginar el papado con la vejez y la enfermedad en la figura de su antecesor y, de hecho, su renuncia se justificó, entre otras razones, por la edad y los problemas de salud. Wojtyla había tenido madera de mártir pero el martirio de Benedicto XVI tenía otro cariz.
El suyo había sido, desde joven, aceptar, por obediencia, responsabilidades no buscadas. Su vocación, aparte de la propiamente religiosa, era el estudio. La lectura, la reflexión y la enseñanza desde una cátedra universitaria eran su hábitat natural, su máxima aspiración y el horizonte anhelado para retirarse a su Baviera natal, tras el pontificado de Juan Pablo II. Una vida en la Universidad de Munich, donde empezó, o en la de Ratisbona, desde la que saltó a Roma, le habría hecho feliz dedicado a lo que más le gustaba. Y lo intentó. En varias ocasiones. Lo hizo la primera vez que el papa polaco lo llamó a Roma. Ratzinger acababa de ser nombrado arzobispo de Munich y alegó que era pronto para dejar la diócesis. Wojtyla lo aceptó pero insistió poco tiempo después, cuando quedó vacante la dirección de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Cuenta su biógrafo que más de una vez le planteó al papa su salida de esa tarea, pero Juan Pablo II no quiso perder a una mente brillante como la suya en un puesto de tanta importancia para él. La última ocasión fue a las puertas del cónclave que lo eligió, cuando creyó dar por hecho que por fin podría volver a Alemania y dedicar sus últimos años a la teología.
Esa vez la alternativa era un órdago a lo grande pues la aceptación del papado significaba el fin de sus aspiraciones de tranquilidad y estudio alejado de la gestión cotidiana de la Iglesia universal. Convertido en pontífice, sabía que los papas, salvo contadas excepciones, terminaban su mandato con su último aliento. Por tanto, no iba a poder cumplir el sueño de acabar sus días en Alemania. Él era, como dijo desde el balcón central de la Basílica de San Pedro cuando se presentó como Benedicto XVI, «un simple y humilde trabajador de la viña del Señor», y es sabido que no es decisión del trabajador ni la fecha ni las circunstancias del fin de su tarea. Salvo que las condiciones no fueran adecuadas. Ésa fue la línea roja que se impuso Ratzinger y que alegó cuando sorprendió al mundo entero con el anuncio de su renuncia al solio pontificio. Desde entonces ha tenido una presencia prudente y silenciosa dedicada a la oración, la escritura y algunos ratos de Mozart al piano. Lejos de Baviera, pero cerca de la tumba de San Pedro, centro neurálgico del complejo vaticano y del subsuelo de la basílica, en cuya cripta reposarán sus restos en el futuro.
Su paso por la sede de Pedro difumina su trayectoria anterior, como su renuncia hace olvidar todo lo que hubo antes de ella. Sin embargo, su aportación no puede entenderse solo con el tiempo de su pontificado ni con los años pasados desde que lo dejara. Su figura se crece como el teólogo principal de Juan Pablo II. El pontificado del papa polaco no se entendería sin él, como el papado de hoy no lo haría sin Francisco. Su papel al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe a menudo es resumido con el apelativo con el que algunos lo recibieron en el pontificado: el guardián de la ortodoxia. Como si un papa no fuera, por definición, guardián de la tradición y la ortodoxia. Sin embargo, él nunca se inmutó por la respuesta mundana a su pensamiento ni por las caricaturas que se hicieron de él, de su rol o de su magisterio. Ni siquiera cambió su modo de decir y hacer cuando algunos descubrieron que detrás de ese duro cardenal teólogo que encarnaba a la Inquisición había un tranquilo y pausado papa-profesor. Tanto en el primer papel como en el segundo, siempre se sintió ajeno a la presión de los medios de comunicación, de la opinión pública o de los presuntos grupos existentes en la Curia. Se consideraba, como dejó claro con su lema episcopal, un «cooperador de la verdad», ya fuera como teólogo, profesor o papa. Siempre pretendía «seguir la verdad y ponerse a su servicio». Decía lo que consideraba necesario, en conciencia y tras una profunda reflexión. Y lo hacía argumento a argumento, como hacen los buenos maestros para que todo cobre sentido en la mente de quien escucha la disertación. Esa necesaria pausa y su propio «tempo», a los ojos de algunos, fue interpretado como irresponsabilidad en quien hubiera debido de ser más diligente ante las duras realidades de la pederastia en la Iglesia, la opacidad de las cuentas vaticanas o las exigencias en la vida del clero, una imagen que casa mal con la de inquisidor general que esas mismas voces le atribuyen. Será Otro quien le juzgue; por su parte, Ratzinger dijo repetidamente durante los años de retiro que su conciencia estaba en paz. Y no se puede acabar mejor una vida larga y de servicio que en paz con Dios, con uno mismo y con la propia conciencia.
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