Las brujas exorcistas de Castellón
EXPEDIENTES X VALENCIANOS ·
Caspe y el santuario de la Balma fueron escenario de enconadas luchas contra el supuesto demonio desde el siglo XIII y hasta bien entrado el XXEXPEDIENTES X VALENCIANOS ·
Caspe y el santuario de la Balma fueron escenario de enconadas luchas contra el supuesto demonio desde el siglo XIII y hasta bien entrado el XXTambién puedes escuchar este artículo locutado por su autor, Álex Serrano:
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Hay que ponerse en situación. Es el siglo XVIII y el norte de Castellón es una zona rural, con muy poco acceso a la educación o a la sanidad. Son tierras casi salvajes, donde ... la superstición campa a sus anchas. Es un entorno en el que escuchar voces que no vienen de ningún lado o ver figuras que nadie más ve sólo puede ser calificado de encontrarse bajo el influjo del demonio. En este escenario, quien sufría tales males salía de casa muy temprano, todavía de noche, para con un farol en la mano cruzar los caminos del Maestrazgo. Hay que imaginarse a esta supuesta endemoniada rezando padrenuestros, el peso de siglos de religión judeocristiana apretándole contra el suelo y el terror surcándole el rostro. Lucha contra una voz que le susurra misterios al oído. Es la suya, claro, pero ella no lo sabe: la palabra esquizofrenia, de conocerla, le habría sonado a nombre de lugarteniente de Belcebú.
Amanece cuando este supuesto endemoniado llega al Santuario de la Balma, a unos tres kilómetros del actual pueblo de Zorita del Maestrazgo, en el interior de Castellón, en esa tierra montañosa lejos del sol y la playa de la imagen más conocida de la Comunitat Valenciana. Para acceder al santuario hay que atravesar un pasaje abovedado, por lo que la sugestión cuando el centro aparece a lo lejos ha alcanzado ya tales niveles que la visión de las caspolinas, en el interior del templo, casi ni afecta a la poseída, que ve en esas mujeres de gesto torvo la única opción de salvarse.
Por ese nombre, 'caspolinas', se conocía a un aquelarre de supuestas brujas que, con conocimientos que pasaban de madres a hijas, curaban a supuestas endemoniadas (sobre todo ellas) en el santuario durante casi tres siglos. Hoy sabemos que esas posesiones eran, en su amplísima mayoría, enfermedades psiquiátricas. Esquizofrenias, claro, una de las dolencias mentales más misteriosas, pero también epilepsia o trastornos límite de la personalidad. Pero en la España atrasada previa a la Segunda República (y posterior, claro), en amplísimas zonas del interior la atención sanitaria no existía.
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Era entonces cuando se encargaban de cuidar a los enfermos ellas, las mismas que llevan haciéndolo desde el amanecer de los tiempos, desde que el primer mono bajó de los árboles: las mujeres. Con un conocimiento del entorno, las hierbas y los remedios naturales que durante centurias ha salvado incontables vidas, estas verdaderas matriarcas, si no de nombre sí de función, se enfrentaban al patriarcado ya presente para, de forma subrepticia, sanar y cuidar a quienes tenían alrededor. Eran portadoras de conocimientos ocultos, las que sabían qué hierbas darle a una embarazada para que el bebé desapareciera o qué bayas podían parar una fiebre galopante. Sus vecinos acudían a ellas. Las llamaban sabias o curanderas. La religión las llamó brujas.
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Y las persiguió, claro. Armados con libros supuestamente sagrados, una ola de fanatismo recorrió Europa durante buena parte de los siglos XVI y XVII. Muchas ardieron en las hogueras, y otras muchas fueron ahogadas o despeñadas, pues se pensaba que si se tiraba a una bruja a un lago o se la dejaba caer por un barranco, si sobrevivía es que estaba conchabada con el demonio, y si no, que era inocente. Evidentemente, si sobrevivía, se le asesinaba. Pero en Caspe esa tradición de mujeres que luchaban contra los ataques de Lucifer pervivió. También lo hizo en Zugarramurdi. Y en Zumalacárregui. Y en Alcañiz.
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Volvamos a la endemoniada que llega a la Balma. La reciben las caspolinas, unas mujeres de los pueblos del norte de Castellón y sur de Teruel especializadas en esos supuestos exorcismos. Eran mujeres de gesto adusto, serias y fuertes, con rostros encallecidos por las inclemencias de una vida de pobreza pero guardianas de supuestos conocimientos ocultos. Con rezos continuos, y con el inconmensurable poder de la sugestión religiosa, aliviaban lo suficiente a quienes acudían a ellas para que volvieran a casa contando la historia de las caspolinas y sus supuestos poderes.
Esta tradición duró hasta bien entrado el siglo XX. El periodista Alardo Prats, nacido en Castellón, contó en un libro de 1929 llamado «Tres días con los endemoniados. La España desconocida y tenebrosa» quiénes eran las mujeres que protagonizaban esas romerías a la Balma, en un párrafo sencillamente inmejorable: »¡Estas mujeres…!. En los pueblos de las cuencas del río Guadalope, del Alcañiz y del Bergantes tienen sus nidales y sus centros de brujerío. Mantienen la superstición y hacen granjería de la ignorancia y del dolor de las gentes cándidas. Se llaman, de antaño, caspolinas, porque las más famosas han vivido en el distrito de Caspe. La palabra se ha convertido en sinónimo de bruja. Aliadas del demonio, infunden a sus víctimas el terror y la sugestión de la posesión diabólica. Ellas mantienen una vasta organización, que se pierde entre los pueblos de las comarcas antes mencionadas, en el misterio del secreto. Realizan prácticas de brujería y cobran por su trabajo«.
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Prats era crítico con estas mujeres. Tanto que, reconocido libertario, carga contra ellas por aumentar el yugo del fanatismo religioso en quienes acudían a la Balma: «Se van los romeros. Cada uno, a los demonios de la incultura y la superstición que esclaviza sus espíritus, ha añadido uno nuevo: el del fanatismo, exacerbado en estas escenas de endemoniados que un periodista, en el año de gracia de 1929, acaba de narrar con absoluta objetividad, después de haber permanecido tres días en esta montaña de las pesadillas viviendo un monstruoso sueño de locura».
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