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Manuel ya no vive. Es la triste certeza de los enfermos de ELA, abrir los ojos cada día a sabiendas de que tienes los días ... contados. Fue en agosto, el 15, cuando los suyos se cerraron por última vez, como él hubiera querido, en los brazo de Raquel, su cuidadora primero y amiga después. La única persona en la que confiaba. Manuel me dejó acompañarle durante los últimos meses de su vida y gracias a su generosidad y confianza pude acercar a los lectores de este diario cómo es pasar por un trago tan amargo.
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Es muy complejo explicar en palabras las experiencias de un ser humano que ha de aceptar el fin de su existencia. Y no sólo eso, por si no fuera suficiente, sino que ha de hacerlo viendo como su enfermedad le convierte en un problema para los demás, para muchos de los que considerabas familia o amigos. Porque cuidar de alguien con ELA es una labor ingrata y, a menudo, inhumana. Requiere algo más que conocimiento y una resistencia que sólo el amor por tus semejantes te puede conceder. Porque Manuel, como la mayoría de sus compañeros en este duro viaje, no era rico ni famoso. Hubo de pedir favores, que le dejaran una casa, por ejemplo. Pero siempre afrontó el destino con una sonrisa, con la misma determinación que marcó el sentido de su vida, con la obsesión por no molestar a nadie, por quedar siempre en un segundo plano, silencioso y amable.
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