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Han pasado 20 años del horror con el que arrancó el siglo XXI. Josep Sastre, periodista alcoyano de 49 años, se topó de bruces con el 11-S cuando disfrutaba de unas vacaciones junto a un amigo en Nueva York. Desde el primer instante el valenciano fue testigo directo de la incertidumbre, del miedo a gran escala. Pero también de la «esperanza, solidaridad, heroicidad y superación» que siguieron a uno de los días más negros de la historia. Como resume, «fue un terror diferente a todo lo que conocíamos».
Por aquel entonces Sastre era un joven de 29 años, soltero y entregado a su pasión: el periodismo. El empleado de Canal 9 disfrutaba de seis días de descanso en la ciudad de los rascacielos y ese mismo día tenía programado el vuelo de regreso a España. Pero cuando Nueva York se sumió en el caos informar fue su prioridad durante 40 días.
Su primer recuerdo tras el primer impacto es el de «recepcionistas que no querían dejarnos salir del hotel, con su amabilidad transformada en un lloro casi histérico». La isla de Manhattan «se quedó sin señal de televisión y salí junto a mi compañero con las cámaras de fotos al cuello». En ese momento las Torres Gemelas estaban envueltas en llamas, pero todavía en pie.
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Son muchas las imágenes marcadas. Destaca la visión de «miles de personas ocupando el lugar de los coches, mirando como hipnotizadas la sombra tenebrosa» de humo. Tampoco funcionaban los teléfonos y «muchos neoyorquinos se reunían en torno a aparatos de radio».
Cuando la primera torre se desplomó, «el drama se desbordó, mientras una nube negra que no paraba de crecer teñía de polvo gris todo el sur de la isla». A Sastre le impactó especialmente el «grito colectivo y lágrimas en la calle» o cómo, ante la caída de la segunda torre, «la gente se abrazaba espontáneamente a quien encontraba a su lado».
Y a partir de ahí, el caos y la desolación: «Era una ciudad fantasma y malherida. De las calles salían vecinos cubiertos por el polvo bajo un cielo plomizo que escondía el sol. Algunos solos, como almas en pena». Manhattan acabó «como una isla herida» y los ciudadanos «se preguntaban cómo alguien les podía atacar a ellos. No lo creían posible en América». Incredulidad.
Los supervivientes, relata, «parecían sombras con sus trajes y vestidos de distrito financiero irreconocibles». Mientras, «lloraban quienes iban a buscar a un ser querido y chocaban contra vallas de seguridad, sin respuestas». Sastre tuvo la sensación de que se avecinaba «una guerra nueva ante un terror diferente a todo lo conocido». Los norteamericanos «se descubrían débiles y vulnerables» y en las calles «todo eran conversaciones tristes y a media voz».
Al día siguiente siguió el «miedo a salir de casa». La gente «buscaba mascarillas, entre paranoias ante un peligro que sentían palpable e inmediato. Temor a que el aire o el agua estuvieran envenenados, a más atentados en el metro...». Mientras, familiares o amigos buscaban desesperados a sus seres queridos. Sastre recuerda con pena la imagen de una mujer deambulando por las calles, «cargada con un cartel enorme con la foto de su marido al pecho y a la espalda».
Pero en aquellos primeros días tras la masacre, el valenciano también apreció «lo bueno de la sociedad americana por su capacidad de unirse antes que criticar» y vio emerger la fuerza «de las personas que seguían adelante ante semejante golpe».
Presenció como policías o bomberos se convertían en héroes. «Salían del área restringida entre los aplausos y gritos de ánimo y gratitud de sus vecinos, como si fueran estrellas». Los niños «llevaban pasteles, dibujos o flores a las comisarías».
La caída del World Trade Center provocó «desde el primer momento un auge de la espiritualidad». Los parques, relata, «se convirtieron en iglesias donde podían convivir en armonía las mil creencias de la ciudad», con «altares improvisados en jardines de homenaje y recuerdo a las víctimas».
Después de 46 días de duro trabajo informativo se subió de nuevo a un avión para regresar a España cargado de vivencias. Asegura que no sintió miedo. «Nunca había sido tan seguro coger un avión como entonces. Tanto el aeropuerto como el metro estaban totalmente militarizados». Y alzó el vuelo. «Todas las miradas buscaban el vacío de las torres en el paisaje neoyorquino».
Al periodista valenciano le han quedado lecciones vitales tras lo que vio y sintió aquellos días. En especial, «la sensación de que todos somos vulnerables, de que nadie es invencible ni está completamente a salvo de nada».
En el plano social destaca el equilibrio roto entre seguridad e intimidad. «Creo que hoy tenemos más seguridad, pero a cambio de tener menos intimidad, de estar más vigilados. Las cámaras, el control por internet, por geoposición... Eso es también un legado del 11-S».
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