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Ir a la compra

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M. Hortelano

Valencia

Viernes, 10 de noviembre 2023, 12:07

Hola capturadores

Si hay una cosa que se me da bien en la vida, eso es hacer la compra. No es raro, porque llevo desde que era mico acudiendo a las tiendas del barrio de cada momento, con el adulto de turno primero y después en solitario, para hacerme con el alijo necesario para comer bien en casa. De pequeña, siempre fui con mi abuela a la carnicería de Jesusito y la Lourdes; a por todo tipo de partes del pollo al puesto de Fidel y la Mari; a por el pescado a la pescadería de Jesús y la Toñi; a por la fruta, primero donde Seve, y luego donde Leo y Paqui, que se quedaron con el traspaso de la jubilación. El pan, lo traía Chema el panadero al rellano del segundo piso, donde vivían la Pili y la señora Paz. Y las cosas envasadas las pillábamos de La casa del café o del Alconsa (los dos supermercados del barrio). Si ese día me tocaba estar en casa de mi tía Celia, a cambiar las pilas íbamos al Pequeño Japón; a comprar el pollo y el cordero a la carnicería de Arturo; a por fiambre de pavo o yogures por unidades a la tienda de Paco; y a por las cosas de aseo íbamos a la droguería de Venancio. Las chucherías y las revistas, en el kiosco de la Margarita. Si se nos olvidaba el monedero, siempre con dinero en efectivo, claro, no había drama. El tendero de turno te lo apuntaba y te dejaba llevarte la compra a casa, de donde bajabas ese mismo día o al siguiente para pagar lo que habías metido en la nevera.

De las mujeres de mi familia aprendí a hacer la compra. Y con ellas la sigo haciendo siempre que puedo, claro. Algo que no te enseñan en ningún otro sitio que no sea tu casa. Se puede descubrir en solitario, claro, pero siempre necesitas una primera vez con ayuda para lanzarte tú solo. Como cuando te quitan los ruedines de la bici o te sueltan en la piscina. Y así aprendí a pedir en gramos, en kilos, en unidades o en partes del cuerpo con nombres distintas a las del mío. A comprar al día o para varias recetas. A llevarme las mejores ofertas o lo que esté mejor ese día, aunque me cambien los planes de los tuppers que ya tengo programados. A preguntar lo que no sé y a no tener vergüenza de lo que no conozco, porque nadie nace enseñado. Pero, con eso, he vuelto a tejer una nueva red en las tiendas de mi barrio.

Ahí tengo a Jose y Gaspar de carniceros, para aprender que la veneta de ternera tiene corte feo, pero funciona muy bien en la plancha. Para cortarme y deshuesarme un pollo para hacer una parte en la air fryer y otra en curry (sin cuello ni espinazos, que saben que no me los llevo. Tampoco la carcasa si no estamos en temporada de frío). Para no poner cara rara cuando pedimos el conejo sin cortar, pero limpio, y un pavo a finales de noviembre. Ellos están para explicarme la diferencia entre picar una o dos veces la carne y para aconsejarme con alternativas si lo que voy buscando se lo ha llevado el cliente de alguien. O para inspirarme con recetas que han sacado, a su vez, de otro señor o señora que han pasado por su mostrador. A vces, son ellos los que me preguntan a mí.

En la frutería están Richard y Chari. Si un día no hay de algo, al día siguiente está. Si necesito algo específico que no acostumbran a vender, lo traen. Y si tengo dudas sobre cuál de los cinco tipos de tomate que hay en ese momento en danza me servirá para una ensalada, salen a mi rescate. Con el pan soy más promiscua. El del día a día y la coca de llanda los compro en la panadería del barrio (cuando queda, claro), donde acudo con mi bolsa de tela que me regaló mi amigo Molins. Pero para las hogazas del desayuno confío por épocas y por recorridos, en dos hornos: San Bartolomé y Aspai. Los envasados los compro en el supermercado más cercano a casa y el jamón, el lomo y el queso los sigo trayendo de Bermejo, en Cuenca, porque allí venden los mejores productos del mundo.

Ir a la compra es un arte y un ejercicio muy reconfortante para los que nos gusta cocinar y comer. Sólo en tu tienda de confianza se saben tu nombre, te guardan lo mejor y te evitan comprar algo que no está maduro o de temporada. Te fían y te venden cantidades pequeñas (mitad de cuarto de esto y cuarto y mitad de lo otro) si no necesitas dar de comer a un regimiento. Y además, te ayuda a socializar. De los beneficios de tirar menos comida no hace falta ni que hable, porque el cargo de conciencia aumenta si lo que tienes durmiendo en la nevera es de la tienda del barrio y no de una bandeja de plástico. Si estás pensando que es más caro, eso también te lo discuto, porque puedes comprar siempre los kilos, gramos o piezas que necesites, con un extra de calidad en forma de cariño. Y no creas que no voy al supermercado, porque soy humana, claro. Y a veces, los horarios dan para lo que dan. Pero sigo apostando por ir a la compra a la tienda. Pruébalo un día. Quítate la vergüenza. Pregunta, curiosea, déjate ayudar. No tengas miedo a no saber de qué te habla el carnicero o el pescadero, que nadie nace enseñado.

Estos días veo a muchos echarse las manos a la cabeza por que algunos comercios de siempre cierran. Lo vimos hace unas semanas con una panadería antiquísima de Valencia, que bajó la persiana porque no podía hacer frente a los pagos de unas reformas para cumplir con las nuevas y exigentes normativas sanitarias que nos dan garantías a los consumidores. Así que me puse a investigar por qué sucede el drama de los cierres, más allá de la nostalgia que nos producen. Y los únicos culpables somos nosotros. Lo dicen los datos, no las peras que se montan los sibaritas. En el caso de las panaderías, por ejemplo, hemos dado la espalda a los negocios tradicionales para hacernos con las barras que ya hornean en el momento supermercados y gasolineras. Calentitas y a cualquier hora. Algunas, de la misma calidad de las que ofrecen algunas panaderías con decoraciones nórdicas y masas imposibles. La culpa siempre es de los demás, pero los datos hablan por sí solos. La verdadera amenaza de los negocios tradicionales es nuestro modo de vida. Eso, y los precios desorbitados de algunas tiendas de siempre. La calidad se paga, claro, y hay un público dispuesto a hacerlo, pero la línea entre lo justo y la desmesura es siempre fina. En esto y en todo. Siempre hay que tratar de comprar lo mejor a lo que lleguemos, sea queso, pan o una entrada a un concierto. Sin pasarse ni sumergirse en excentricidades. Ahí está la clave. En eso y en convencer con argumentos, no con moralina. Si a ti te apaña comprar la carne en bandejas o el pan en la gasolinera, sigue haciéndolo. Mejor ese bocata que llamar a telecomidachatarra o pagar una barbaridad por una hogaza de masa madre, que tampoco hay que ponerse tan estupendo.

El escaparate

Y para seguir con las compras, esta semana he probado unos cruasanes muy ricos en una tienda de barrio. En concreto, en el famoso Forn de Manuela, en el barrio de Campanar. Están rellenos de pistacho y son una locura. El soplo me lo dio un lector de esta carta y cliente de tiendas pequeñas, como servidora. Y por si no eres de dulce y tiras más a lo salado, te traigo una opción para tener croquetas ricas y caseras, sin manchar ni un cazo. La empresita se llama 'Groguetes' y ofrece croquetas caseras para llevar. Las hacen Adela y Rosa y tienen packs de 4 y 6 unidades y se fríen en casa. ¿Los sabores? Pues los hay clásicos (cocido, jamón, merluza...)pero también algunos que me quiero comer ya: berenjena y parmesano, de sandwich mixto, de manchego y membrillo o de calabaza y gorgonzola.

Círculo de capturadores

Esta semana se asoma a esta carta nuestra Carmen Velasco, que también es mucho de ir a la compra con su madre, la señora Concha, que se sabe todos los secretos del Mercado Central. Os dejo con ella.

La autora de Captura de Pantalla celebra Acción de Gracias. Aún quedan días para esta celebración, que llegará puntualmente el 23 de noviembre, y para cocinar el pavo, pero no está de más hablar o leer sobre el hecho de mostrar la gratitud, que es una actitud vital muy alejada de decir 'gracias' 10 o 20 veces al día. Delphine de Vigan publicó hace un par de años una sencilla novela en la que está el amor por las palabras («No hay que ceder. Ni una sílaba, ni una consonante. Sin el lenguaje, ¿qué nos queda?»), la apología de la bondad («Empiezas diciéndole no al mal y luego ya no tienes elección. No hay que presumir de estas cosas») y la reflexión del paso del tiempo («Envejecer es aprender a perder»). Se trata de 'Las gratitudes', un título que cuenta cómo una mujer quiere agradecer a un matrimonio que la protegiera de los nazis cuando era una niña. Ese agradecimiento se materializa cuando Michka es una anciana, que vive en una residencia y que está perdiendo el habla. Afortunadamente encuentra dos cómplices para cumplir el deseo de la muchacha que se salvó del campo de exterminio. Es una novela conmovedora que no cae en el sentimentalismo.

Gracias Carmen.

Gat-checking: periodismo de gatos

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Marta

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